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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Desde luego estaba la Catedral. Estaba la bellísima Alameda, y estaban los señoriales edificios del Ateneo y la Normal. Teníamos “La Canasta”, donde se goza el arroz huérfano, famoso. Teníamos, claro, el sabrosísimo pan de pulque de la casa Mena; teníamos esa delicia, única en todo el mundo conocido, que es el inefable chicharrón de aldilla preparado por los señores Alanís, y teníamos los pasteles de Lolita, los tacos de cachete de Los Pioneros y el menudo del insigne y perdurable Café Viena. Mil y mil causas de orgullo más teníamos en Saltillo, y otras mil galas de las cuales podemos presumir. Pero algo faltaba en mi ciudad para que fuera ciudad completa, acabalada y plena. He aquí -lo digo con pesadumbre y pena- que no teníamos una tienda de la cadena Liverpool. Preguntaréis vosotros, y entenderé yo vuestro fundado asombro: ¿cómo es posible que una ciudad como Saltillo, que compararse puede ventajosamente con Londres, París o Nueva York, no tuviera una tienda Liverpool? Así era, queridos cuatro lectores míos. Eso a mí me acongojaba, y me ponía en trance de sentir un complejo de inferioridad. Por eso siempre que los señores de Liverpool me hacían el favor de invitarme a perorar ante sus clientes o su personal, yo aprovechaba la ocasión para pedirles en todos los tonos que pusieran en mi ciudad una de sus tiendas. Gutta cavat lapidem, escribió Ovidio en sus Cartas desde el Ponto (4, 10, 5). La gota termina por traspasar la piedra. Y mi tesón fue tanto que por fin mi rogativa fue escuchada, y ahora hay en Saltillo una flamante, bella, grande y funcional tienda Liverpool. Esto que digo no es publicidad, que en muchos modos puede conseguirla ese establecimiento tan prestigioso y tan tradicional. Mis palabras son simple y sencillamente un agradecimiento a quienes dieron oídos a la voz de un saltillense que quiere ver progresar a su ciudad, y que desea lo mejor para sus habitantes. Quizá por eso el señor Max David, presidente del Consejo Administrativo de El Puerto de Liverpool, dijo al inaugurar la tienda junto con el Gobernador Moreira, promotor principal de esa inversión: “Aspiramos a ser parte de Saltillo, como el sarape, como Catón”. Gracias, señor David, por ponerme al lado de esos entrañables símbolos de lo saltillense, y gracias por dar a mi ciudad este nuevo motivo de ufanía. En adelante, cuando alguien me pregunte si el inmortal poeta Manuel Acuña es de Saltillo, responderé con orgullo: “Sí. Y también tenemos tienda Liverpool”... ¡Mañana! ¡Sí, mañana aparecerá aquí el cuento conocido con el nombre de “La flor”. De la lectura de ese relato derivará el lector no sólo sabrosa picardía, sino también una provechosa lección moral, útil en estos tiempos de calígine, cuando los valores se han perdido -sobre todo en las tables dance- y donde las mentes y las almas se extravían en un piélago de (Nota: Nuestro amable colaborador se extiende 14 cuartillas más en una serie de disquisiciones sobre el estado actual de las costumbres, reflexiones que, aunque sobremanera interesantes, nos vemos en la necesidad de suprimir por falta de espacio)... Pepito leyó en alguna parte que todos los adultos guardan un secreto. (El columnista abre un paréntesis para hacer: “Gulp”). Fue con su mamá y le dijo con ominoso acento: “Lo sé todo”. Su mamá le dio 100 pesos y le suplicó: “¡A nadie le digas nada!”. Fue luego Pepito con su padre y le dijo con tono de amenaza: “Lo sé todo”. Su padre le dio 500 pesos y le rogó, apurado: “¡No digas nada a nadie!”. Al salir de la casa Pepito vio al lechero. Le dijo: “Lo sé todo”. Exclama el lechero, jubiloso: “¡Ven a mis brazos, hijo mío!”... FIN.

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