Este día voy a narrar un cuento sicalíptico, o sea que lleva en sí malicia sexual y picardía erótica. Se llama "La flor". Su nombre parece de poema del siglo diecinueve, quizá alguno de aquéllos que recitaba Josefina Pérez de García Torres, poeta de Xalapa, quien para decir sus versos en la penumbra de una sala oscurecida de propósito se enredaba cocuyos en la profusa cabellera bruna, de modo que mientras ella decía sus líricas endechas los pequeños insectos encendían y apagaban su vagarosa luz, con lo que semejaban joyas esplendentes en los cabellos de aquella lírica mujer. “Parecía que en su cabeza alguien había derramado estrellas”, escribió Peza. Sin embargo el relato que narraré hoy no tiene nada de romántico. Antes bien busca un propósito moral. Así, la sentida evocación veracruzana que hice queda desperdiciada, nula y sin efecto, y cualquiera podrá acusarme de que la puse aquí sin más objeto que el de llenar espacio y acabalar el número de palabras que el editor me pide cada día como jornal obligatorio de trabajo. ¡Ah, ingrata labor la de los escritores, galeotes de la pluma que han de remar como forzados por el mar infinito del vocablo! (También esto es para llenar espacio). Pero la historia que digo lucha ya para librarse de las ataduras con que la tengo retenida. La suelto, pues, y vaya por el camino que el hado de las historias le tenga destinado... Sucedió que la señora de la casa hizo un viaje. Quedaron solos, pues, el marido de la mujer y la criadita. Él era hombre rijoso, quiero decir salaz, intemperante, lúbrico; proclive a las concupiscencias de la carne. Ella era una muchachita ingenua y cándida; una sencilla virgen campirana a quien los duros rigores de la vida habían arrebatado de su pueblo para llevarla a servir en la ciudad. Era muy linda; tenía una belleza montaraz que su inocencia hacía aún más grande. Morena era su faz; verdes sus ojos; sus labios una incitante poma; su cuello parecía de gacela; sus turgentes senos formaban dos armoniosas cúpulas (déjenme contar otra vez. Sí, dos) que se erguían bajo el albor de la escotada blusa; su grupa era como de potra joven que corre por el campo con su hermosura a cuestas; tenía piernas firmes y torneadas... (Nota de la redacción. Nuestro estimado colaborador se extiende más en la erótica descripción del cuerpo de la joven. No sabemos si lo hace también para llenar espacio, pero interrumpimos esa descripción porque está causando efectos peligrosos en el corrector que revisa esto). El caso es que el deseo y la soledad se conjuraron, y el jefe de la casa hizo a la muchachita objeto de su lujuria de varón. La poseyó; le arrebató por fuerza la gala de su doncellez. Al día siguiente sintió remordimiento por su villana acción. Fue hacia la humilde joven y le dijo: "Marilita: perdóname por lo que anoche sucedió. Te pido que me entiendas: soy hombre; no está mi esposa; tú eres linda... No pude resistir la tentación. Te suplico que no le digas nada a nadie, y a la señora menos. Estoy dispuesto a premiar con generosidad tu discreción. Dime: ¿qué puedo darte a cambio de lo que te quité?". Marilita, bajando la cabeza mansamente, respondió; "Quiero una flor". Pensó el sujeto, conmovido: "¡Ah, inocencia angelical! ¡Qué sencillo candor; cuánta pureza! He aquí que yo deshojo la flor de su virginidad, y ella me pide a cambio otra flor. ¡Bendita ingenuidad de nuestras etnias nacionales, no contaminadas aún por los engaños y falacias de la sociedad!". Pensó todo eso el hombre, emocionado, y luego, con voz tierna, le dijo a la criadita. "Está bien, Marilita. Te daré una flor. Dime: ¿qué flor quieres?". Respondió la muchacha: "Una Flor Explorer, como la de la siñora"... FIN.