Llegó al banco una estupenda morena de esculturales formas y ubérrimos encantos anatómicos. Le dice al gerente: “Quiero abrir una cuenta de cheques mancomunada”. “Cómo no -responde el funcionario-. ¿Con quién?”. Responde la muchacha: “Con alguien que tenga mucho dinero”... A mitad de la noche estalló un formidable incendio en el convento. La madre superiora despertó al oír gritos y sirenas de bomberos; saltó de la cama y echándose encima lo primero que encontró salió apresuradamente del claustro en llamas. Cuando el incendio quedó controlado le dice el jefe de los bomberos: “Madre: sería bueno que buscara usted al padre capellán”. Pregunta ella: “¿Para informarle del incendio?”. “No, -dice el apagafuegos-. Para que hagan un intercambio: usted trae puesta su sotana, y él trae su hábito”... ¿Llegará el día en que se regulen las manifestaciones, marchas y plantones que se hacen un día sí y otro también en el Distrito Federal? Conozco todas las grandes metrópolis del mundo -Beijing, Londres, Tokio, Roma, París, Saltillo, Nueva York- y creo que la Ciudad de México es la única en que la autoridad permite que la vida comunitaria sea trastocada cotidianamente, y los ciudadanos sometidos a toda suerte de inconvenientes y molestias, por unos cuantos que se apoderan de la vía pública y la hacen suya para cumplir propósitos políticos de corrupción y de venalidad. La manifestación de las ideas puede -y debe- hacerse sin atentar contra el derecho de los demás. Una autoridad que tolera la violación de la ley no merece el nombre de autoridad... Dulcilí era una ingenua muchacha sin ciencia de la vida. Su candidez, vellón de oveja; su virtud, integérrima; un albo lirio su candor. Iba a tener su primera cita romántica con un muchacho llamado Eroticio, el cual no era bien visto por las madres con hijas jóvenes, pues gozaba en el pueblo fama de lúbrico y salaz. “Ten cuidado con ese hombre, Dulcilí -le dice la preocupada madre-. Seguramente va a querer aprovecharse de tu inocencia, pues, como Catón bien dice, tu candidez es vellón de oveja; tu virtud, integérrima; un albo lirio tu candor. Pretenderá gozar tus atractivos; holgarse con aquellos recónditos encantos que sólo en el tálamo de esposa debes dispensar. No cedas a sus impulsos de libídine. Puedes brindarle, sí, ciertas facilidades: el pez no morderá sin cebo; pero otorga nomás superficialidades accesorias, y deja como presea reservada el tesoro mayor de tu feminidad. De la barda lo que quiera, pero de la huerta nada”. Obvio es decir que Dulcilí se quedó en Babia al escuchar aquel discurso. Si yo, que lo escribí, no pude descifrarlo y me vi en la necesidad de pedirle a la mamá de Dulcilí que me lo explicara -sobre todo eso de la barda y la huerta- bien se comprenderá que la muchacha no haya entendido ni el exordio de aquella perorata. Así, la señora hubo de ser más expresiva. “Quiero decirte -añadió-, que el tal Eroticio se te va a querer subir. Si lo dejas que se te suba te marchitará para siempre la gala de tu honor”. Así, ya bien aleccionada, Dulcilí fue a la cita. Regresó cuando el reloj marcaba ya las 12 de la noche. La señora, que no había ido a la cama por la nerviosidad de que su hija sí hubiera ido, le preguntó cómo le había ido con Eroticio. “-¡Muy bien, mami! -responde con alegría la muchacha-. Tal como me dijiste lo vi con intención de subírseme para marchitarme la gala de mi honor. Pero me le adelanté. ¡Me le subí yo, mami, y le marchité la gala de su honor!”... FIN.