Pepito le contó a Juanito: “Mi papá me encontró en mi cuarto haciendo cosas. Me dijo que si sigo haciendo eso me voy a quedar ciego”. Pregunta Juanilito: “Y ¿qué vas a hacer?”. Contesta sin vacilar Pepito: “Le voy a seguir hasta que necesite lentes”... Doña Panoplia, señora de la alta sociedad, le dijo con acento intencionado a su marido: “Soñé que el día de mi cumpleaños me regalabas un collar de esmeraldas. ¿Qué significará ese sueño?”. Responde el esposo con una sonrisa: “El día de tu cumpleaños lo sabrás”. Ese día doña Panoplia despertó y vio sobre su mesa de costura un paquetito hermosamente envuelto. Lo abrió, y dentro encontró el libro “La interpretación de los sueños” (Sigmund Freud, 1856-1939)... ¡Cuánto daño nos ha hecho la conquista! Por su causa sufre México males de todo orden y desorden que en el atraso lo mantienen. No hablo de la conquista hecha por los españoles, no. Ésa, aunque lo nieguen los anacrónicos y cursis danzarines que cada 12 de octubre se congregan en la estatua de Colón en la Ciudad de México, esa conquista, digo, trajo -con los inevitables males que toda conquista trae consigo- la luz de la cultura y la civilización occidentales. Por esa luz hablamos como hablamos; por esa luz pensamos como pensamos; por esa luz, en fin, somos lo que somos. De esa conquista no hablo, pues. Hablo de un concepto de conquista que nos ha dañado mucho y nos sigue dañando todavía: la llamada “conquista sindical”. Hay conquistas gremiales justas y legítimas, que protegen al trabajador de los excesos a que puede llegar el capitalismo sin sentido humano. Pero otras conquistas sindicales hay en México que son fruto de la connivencia de líderes inmorales con un régimen político que por su naturaleza requería la sumisión agradecida de grandes masas -así: masas- de trabajadores. Si un observador extranjero revisa los privilegios de que gozan los miembros de algunos sindicatos mexicanos, sus prestaciones, aguinaldos, vacaciones, bonos, pensiones y jubilaciones, y todos los gajes, prebendas, exenciones, sinecuras, lucros y prebendas que se contienen en sus contratos colectivos de trabajo, se maravillará de que el país pueda todavía mantenerse en pie. Entre esos absurdos e inmorales privilegios está el que reclaman algunos ganapanes de la educación -no ensuciemos el nombre de “maestros” al referirnos a ellos- que pretenden derechos de propiedad sobre sus plazas, y exigen que se les siga permitiendo venderlas, cambiarlas por favores sexuales o heredarlas a sus descendientes hasta la séptima u octava generación. Ésos no sólo son malos profesores: son también malos mexicanos. El acuerdo por el cual las plazas magisteriales serán atribuidas mediante exámenes a los aspirantes es una medida que tiende a la superación del maestro, y a mejorar la calidad de las escuelas. Oponerse a ese acuerdo es querer seguir en la mediocridad, en la corrupción, en las inmorales complacencias que tienen postrada a la educación en México. Da vergüenza tener “profesores” así, y causan grima las manifestaciones que hacen para defender sus mezquinas pretensiones. La Patria los condena; desde sus tumbas los miran con reproche los grandes maestros de la niñez y de la juventud; las sombras de los próceres nacionales se congregan para lanzarles anatemas, y yo, más modestamente, pero con igual indignación, les envío esta sonora trompetilla: ¡PTRRRRRRRRRR!... Un amigo de Jactancio le contó: “Mañana me van a hacer la circuncisión. ¿Qué hacen con el pellejito que te cortan?”. “No sé tú qué harás -responde el tal Jactancio-. Con el mío yo me mandé hacer un juego de maletas, una bolsa para mis palos de golf, una cubierta para el piano, dos portafolios grandes, un estuche para la computadora y una carterita”... (Nota: Humildemente confieso que a mí no habría alcanzado ya para la carterita)... FIN.