Es lamentable que AMLO y el FAP arrastren al PRD en su demanda -chantaje, más bien dicho- de que se anule la Alianza por la Calidad de la Educación, y que renuncien varios funcionarios de Gobierno, entre otras varias y variadas exigencias, como condición para dialogar sobre la reforma petrolera. Las pretensiones del ex candidato son de tal manera exorbitantes que se antojan absurdas, y hacen pensar que López Obrador está ya fuera de quicio. Ciertamente AMLO actuó bien al impedir que el Gobierno sacara adelante su reforma sin contrastarla primero con las opiniones de los diversos sectores del País, pero hoy por hoy se equivoca cuando se cierra al diálogo que primero pidió y ahora condiciona en forma prepotente... Doña Cotilla, esposa del señor Porras, le pidió a su marido que la llevara a un cierto cabaret que estaba muy de moda en la ciudad. Sus amigas habían oído hablar de ese lugar, le dijo, y ella quería conocerlo. El señor Porras se resistió al deseo de su consorte. No era él, le dijo, hombre para andar en esos sitios. Estaba dedicado, lo sabía ella muy bien, a su trabajo de contable, labor que le reclamaba las horas todas del día, y con frecuencia muchas de la noche. Pero ella se empecinó en su pretensión, y tal ardimiento puso en la demanda que el pobre señor Porras hubo de ceder al fin, cosa que siempre sucedía. Una noche -era jueves- el señor Porras y su esposa tomaron un taxi y fueron al ya citado cabaret. Cuando entraron en el local uno de los recepcionistas saludó al señor Porras con familiaridad: “Hola, Porritas”. “¿Por qué te saludó así” -pregunta con extrañeza doña Cotilla. “De solteros vivimos en la misma colonia” -explica el señor Porras. Al dejar los abrigos en la guardarropía la chica encargada saluda alegremente al recién llegado: “¡Qué tal, señor Porritas!”. Amoscada, la esposa inquiere otra vez: “¿La conoces?”. “Trabajó en la compañía hasta hace algunos meses” -contesta el señor Porras. Llega el capitán de meseros para llevarlos a su mesa. “Qué bueno que nos visita otra vez, señor Porras” -le dice con gran confianza. Doña Cotilla, suspicaz, interroga a su marido: “¿Acaso has estado aquí antes?”. “No, -farfulla el señor Porras-. Seguramente me ha visto en otra parte y cree que he venido aquí”. En ese momento empezó la variedad, y eso libró al nervioso señor Porras de enfrentar más cuestionamientos. Salieron las coristas, todas muchachas atractivas, llenas de redondeadas curvas, y empezaron a bailar una animada salsa. La vedette principal, mujer de ebúrneas carnes, y pomposas, bajó del escenario, y sin dejar de cantar y contonearse fue en derechura a la mesa en donde estaba el señor Porras. Se volvió de espaldas a él y le presentó los hemisferios que en la vida cotidiana le servían para sentarse. Luego preguntó en alta voz y picaresco tono: “¿De quén chon estas cochitas?”. Respondieron a coro las bailarinas y todos los presentes: “¡De Porritas!”. El público rompió a aplaudir con entusiasmo; se escucharon voces de saludo y congratulación: “¡Ya te vi, Porritas!”. “¡Bravo, Porritas!”. “¡Las traes locas, Porritas!”. Doña Cotilla no pudo aguantar más. Se puso en pie violentamente; agarró por la manga del saco a su marido y casi arrastrándolo salió con él del establecimiento entre las risas del culto público asistente. Aturrullado, el señor Porras llamó en la puerta a un taxi de los que esperaban frente al cabaret. Mientras el vehículo se aproximaba la furiosa doña Cotilla llenaba de improperios y mamporros a su infeliz marido. Sube al taxi el señor Porras bajo el diluvio de sopapos, molondrones, cachetes, soplamocos, guantazos, mojicones y zurridos que su fiera señora le asestaba. El taxista, con una gran sonrisa, le dice al desdichado: “Hoy se pescó una vieja muy brava, señor Porritas”... FIN.