Un individuo llegó a su trabajo en la oficina con un ojo morado. “¿Qué te sucedió?” -quiso saber uno de sus compañeros. “Fui a una fiesta de disfraces -relata el individuo-. Bailé con una muchacha que llevaba un vestido con el mapa de México. Me preguntó de dónde era. Y yo lo único que hice fue poner el dedo en el Distrito Federal”... Llegó un viajero a cierta pequeña aldea en la montaña. Caminaba en busca de la hospedería cuando vio a un hombre que corría desalado. “¡Huya usted también, forastero!” -le grita el individuo al pasar. “¿Por qué?” -pregunta asustado el viajero empezando a correr junto con él. “¡Viene ‘El Mochacojones’!” -contesta el sujeto al tiempo que apresuraba su carrera. “¿Quién es ése?” -inquiere el visitante corriendo igual. “Es un loco violento -responde el hombre aumentando la velocidad-. Trae un cuchillo filosísimo, y a todos los varones que tienen tres les corta uno”. “Entonces no corro peligro -se tranquiliza el recién llegado-. Yo tengo dos”. “De cualquier modo siga corriendo -le aconseja el otro-. ‘El Mochacojones’ primero corta y luego cuenta”... Me sorprendió que alguien se sorprendiera de que McCain y Obama no hubiesen mencionado el problema de los indocumentados mexicanos en su primer debate. La verdad es que para ellos, igual que para los políticos estadounidenses en general, México existe sólo como una borrosa entidad al sur de la frontera, algo menos que el patio trasero de su casa. Actualmente los Estados Unidos tienden de nueva cuenta a la insularidad, es decir a cuidarse más de sus asuntos internos y menos de las cuestiones que atañen a otros países. Su fracaso en Iraq y los gravísimos problemas económicos que los norteamericanos afrontan ahora fortalecen ese aislacionismo. Pienso que ni McCain ni Obama tienen un interés marcado en los temas que a nosotros nos preocupan, y ni remotamente creo que estén considerando alguna toma de posición acerca de ellos, sobre todo en relación con los migrantes. Seguirán, pues, su curso las medidas ya aprobadas, de hostilización a nuestros paisanos; seguirán las inhumanas redadas, y seguirá también la construcción del absurdo cuanto infame muro que dividirá -aún más- a los dos países... El borrachito iba manejando bajo el influjo etílico, y no hizo caso del semáforo. Lo detuvo un oficial de tránsito. “¿Qué pasó con el rojo, amigo?” -le pregunta. “Lo cambié por este amarillito” -contesta el borrachín. “No se haga el chistoso -se molesta el de la moto-. ¿No vio el semáforo?”. “Sí lo vi -confiesa el ebrio-. Al que no te vi fue a ti”. Solicita el agente: “Sus papeles”. “Papeles los que estamos haciendo aquí” -replica el temulento. “Quiero decir -insiste el oficial- que me enseñe sus documentos”. “¿De cuáles quieres? -pregunta el tipo echando mano a un portafolios-. Traigo letras de cambio, pagarés...”. “Mire -se enoja el oficial-. Le voy a quitar la placa”. “¡No la ingues! -suplica el borrachín protegiéndose la boca con las manos-. Ahorita la necesito mucho. ¿No ves que voy a una carne asada?”. “Me está usted cansando la paciencia -se irrita el oficial-. Lo voy a llevar al bote”. “Bueno -acepta el intoxicado conductor-. Pero tú remas”. “Acompáñeme” -exige entonces el hombre. “¡Uh! -protesta el borrachín-. ¡Ni guitarra traigo!”. El oficial, al ver en tan mal estado al temulento, se compadece de él y decide llevarlo él mismo a su casa. Cuando llegaron el borrachito hizo improbos esfuerzos por meter la llave en la cerradura de la puerta. Después de varios intentos fallidos la entregó al policía para que le abriera él. “Oiga -le dice éste-. Lo que me dio es un supositorio”. “¡Ah caray! -se alarma el beodo-. ¿Entonces dónde puse la llave?”... FIN.