Don Ultimio tenía tres hijos muy bonitos, y otro muy feo, con rasgos combinados de chango, mico, macaco, mono, simio, gibón, lémur, atele, ayeaye, cinocéfalo, mandril, gorila, babuino, papión, orangután y chimpancé. Se llamaba Colobito el desdichado. Cierto día don Ultimio cayó enfermo, y entró prontamente en agonía. En el lecho de muerte llamó a su mujer, doña Menzogna, y le dijo con el último aliento de la vida: “Voy a comparecer dentro de poco ante el supremo tribunal de Dios. A alguien que en ese trance está no se le engaña. Dime, mujer, jurando por la salvación de tu alma: Colobito, que tan distinto es de sus hermanos ¿es hijo mío?”. Doña Menzogna se puso una mano sobre el corazón, aunque buen espacio separaba a la una del otro a causa del abundoso tetamen de la dama, y declaró luego con solemne voz: “En este supremo instante, esposo mío, juro por la salvación de mi alma que Colobito es hijo tuyo”. Don Ultimio oyó aquello y musitó: “Puedo ya entonces irme en paz”. Y así diciendo dejó escapar un importuno flato y despidiose del mundo de los vivos. Suspiró con alivio la señora y exclamó: “¡Qué bueno que no me preguntó por los otros tres hijos!”... Mañana, igual que cada año, unas cuantas docenas de personas, a quienes por caridad cristiana no adjetivaré, se reunirán al pie de la estatua de Colón en la Ciudad de México para protestar -háganme mis cuatro lectores el refabrón cavor- por el descubrimiento de América y la conquista de México. La verdad, si yo fuera el Gran Almirante, y mi estatua de súbito cobrara vida, mearía desde mi pedestal a quienes en modo tan cursi y chabacano manifiestan su ya obsoleto indigenismo y niegan la rica herencia que de la Madre España recibimos. El tortuoso relato histórico liberalista, alentado desde antes de nuestra Independencia por los vecinos que tenemos allende el río Bravo, nos enseñó la leyenda negra de una conquista bárbara a la que siguieron tres siglos de oscurantismo e ignorancia. Culpas tuvo España, es cierto, unas fruto del tiempo y otras propias; pero su sello está en nosotros, indeleble, igual que está la impronta de nuestros antepasados aborígenes. De ambas raíces debemos sentirnos orgullosos, y no renegar de ninguna de ellas, pues eso nos hace ser mitad huérfanos... ¡Insensato escribidor! Esta última frase tuya me provocó un súbito síndrome de Vermel, o sea hipotensión cefalálgica con pulsaciones visibles de las arterias temporales, como las que mostraba el protagonista masculino de la farsa “Petición de mano”, de Anton Chejov. Pienso en el 50 por ciento de orfandad que me correspondería si negáramos nuestro pasado indígena o nuestra hispánica raíz, y siento un repeluzno que me baja desde la nuca hasta no quiero decir dónde. Ea, narra otro par de chascarrillos que me quiten -y de paso también a la Nación- ese penoso sentimiento... Cicaterio no quería gastar en el regalo de cumpleaños de su esposa. Usurino, amigo suyo tan agarrado como él, le hizo una sugerencia: “Escríbele a tu señora un papelito que diga: ‘Vale por una hora de sexo fantástico’, y dáselo como regalo”. Una semana después los dos matatías se encontraron. Le pregunta Usurino a Cicaterio: “¿Funcionó lo del papelito?”. “No sé -responde éste-. Mi esposa leyó aquello de ‘Vale por una hora de sexo fantástico’, tomó su bolsa y salió de la casa apresuradamente al tiempo que me decía: ‘¡Gracias, mi amor! ¡Regreso en una hora!’”... Nalgarina, muchacha curvilínea, iba por la calle menenado provocativamente su opimo caderamen. Un elegante caballero le pregunta señalándole las pompas: “Perdone, señorita: ¿están a la venta?”. Responde ella, indignada. “¡Claro que no!”. “Entonces -sugiere el elegante caballero- no las anuncie tanto”... FIN.