Parturient montes, nascetur ridiculus mus. La frase pertenece a Horacio; viene en su “Epístola a los pisones”. Significa: “Parirán los montes, y nacerá un ridículo ratón”. Alude a cierta fábula de Fedro según la cual una montaña quedó embarazada, insólito acontecimiento que preocupó incluso al mismísimo Júpiter Olímpico. Llegado el día del alumbramiento se desató una violenta tempestad; el cielo se llenó con el fragor del trueno y la luz espectral de los relámpagos; tembló la tierra; los ríos se salieron de su cauce, y ante el espanto de los hombres y los dioses la montaña se abrió para -seguramente- parir una criatura colosal. Y he aquí que de las entrañas del monte salió tan sólo un insignificante ratoncillo. Desde entonces la frase: “El parto de los montes” se aplica a aquellas situaciones de las cuales se espera mucho, y al fin no sale nada, o casi nada. Eso precisamente fue la llamada reforma petrolera: un parto de los montes. Después de tantos ires y venires; tantas consultas y deliberaciones; tantos monólogos y diálogos, esperábamos una reforma que transformara de raíz a Pemex, suprimiera los lastres que lo gravan y capacitara a la empresa para ser más productiva y competente. Vana esperanza. Lo acordado por los partidos resultó ser ni fu ni fa; ni chicha ni limonada. Es agua de borrajas, tisana de carrizo nada más. Los posibles avances se nulificaron, y los retrocesos que antes se podían eludir se consagraron tan expresamente que ahora son inevitables. Ni con el pétalo de una rosa se rozaron las ineficiencias de Pemex, y las corrupciones de su todopoderoso sindicato fueron respetadas. Se hizo una reforma de mentiritas para que todo pudiera seguir tal como está. Consumada esta trapacería política el gran perdedor no se llama Felipe Calderón: se llama México. Y el verdadero vencedor no es Andrés Manuel López Obrador: es el cenagoso statu quo que mantiene en el atraso a este país. Y ya no digo más porque estoy muy encaboronado... Le pregunta una señora a otra: “Cuando haces el amor ¿cuál es la parte de tu cuerpo que se te pone más sensible?”. Responde la otra sin dudar: “Las orejas”. “¿Las orejas? -se asombra la primera. “Sí -confirma la señora-. Tengo que tener el oído muy sensible para oír si no viene mi marido”... Don Martiriano y su esposa doña Jodoncia fueron de viaje en un crucero. Contemplando el crepúsculo estaban sobre la cubierta cuando una súbita ráfaga de viento empujó a la señora sobre la borda del navío y la hizo caer al encrespado piélago. Gritó un marinero: “¡Cosa al agua!”. El barco se detuvo; un bote fue bajado, y la marinería empezó a buscar a doña Jodoncia. “¿Cómo es su esposa?” -le preguntó a don Martiriano el capitán. “Es varios años mayor que yo -respondió él-. Pesa casi el doble; es algo bizca; le faltan cinco dientes y muestra un lobanillo en la nariz. Su carácter es desapacible y agrio”. “Siendo así las cosas -preguntó con cautela el capitán- ¿quiere usted que continuemos la búsqueda?”. “Creo que será mejor suspenderla -ponderó el esposo-. Los marineros ya llevan dos minutos buscándola. Si en ese tiempo no ha aparecido juzgo difícil que pueda aparecer después. Vuelvan los hombres a sus puestos, no sea que la encuentren, y siga usted, señor capitán, el curso de la navegación”. Una semana después de terminado el viaje don Martiriano recibió en su casa un mensaje cablegráfico: “El cuerpo de su esposa fue arrojado por las olas a la playa. En las pompas traía incrustada una ostra con una perla cuyo valor se estima en 100 mil dólares. Esa perla, por derecho de matrimonio, le corresponde a usted. Aguardamos sus instrucciones”. Don Martiriano respondió con otro cablegrama: “Envíenme la perla de inmediato y vuelvan a echar la trampa al mar”... FIN.