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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Mis cuatro lectores habrán de perdonar: nunca he podido contar una historia arrancada de la vida real. La vida real se ha mostrado cicatera conmigo; jamás me ha permitido que le arranque una historia, ni aun la más modesta. Todas mis historias las debo inventar yo mismo, y eso sí cuesta trabajo. Tengo más mérito, entonces, que los escritores que cuentan historias arrancadas de la vida real, pues a ellos la vida real les ayuda permitiéndoles que le arranquen historias, y a mí no me deja arrancarle ninguna. La historia que contaré enseguida, pues, no ha sido arrancada de la vida real. Pero parece arrancada de la vida real, y eso ya es bastante. Tiene que ver con la actual crisis económica, una más de las muchas crisis que hemos padecido, tantas que las nuevas generaciones no saben lo que es vivir en un país sin crisis. De Echeverría a la fecha hemos pasado de una crisis a otra. Si de repente ya no hubiera crisis nos sentiríamos, nosotros también, arrancados de la vida real. Diré, sin embargo, que sólo quien no sabe de historia se pone histérico en presencia de una crisis. El que conoce la historia se limita a ponerse histórico: recuerda que otras crisis más graves ha afrontado México, y que de todas ellas ha salido con bien, y para ser mejor. Leamos, pues, a modo de enseñanza provechosa, esta historia que parece arrancada de la vida real... Por causa de la crisis económica un pobre hombre perdió el empleo que tenía. Inútilmente buscó otro; no lo pudo hallar. Bien pronto se agotaron los exiguos recursos de la casa: hay quienes no economizan sino hasta que ya no tienen nada qué economizar. La situación se volvió desesperada; el infeliz no sabía qué hacer. Su esposa, prudente y sabia como todas las mujeres, le dijo: “No te preocupes, viejo. En casa de mis padres aprendí a hacer unos helados muy sabrosos. Sé hacer helados de fresa, de vainilla, de guanábana, de nuez, de chocolate y de limón. ¿Qué te parece si me pongo a hacer esos helados? Tú sales a la calle a venderlos, y así podremos hacer frente a estos días de dificultad”. Al señor no le gustó la idea. Había tenido un buen trabajo. ¿Cómo se iba a meter ahora a vendedor callejero? La sola idea de que sus antiguos compañeros lo fueran a ver en ese trance lo llenaba de mortificación. Pero la situación se agravó tanto, y tan vivas fueron las instancias de su esposa, que mal de su grado se decidió por fin. Compró un uniforme blanco, de gorrito; consiguió un carrito de mano, con campanitas, y con resignación salió a la calle a vender los helados. Pero lo hizo muy mal, rematadamente mal. Aquél a quien no le gusta su trabajo nunca lo hará bien. Se fue por calles apartadas, donde no había gente casi -temía toparse con algún conocido-, y no voceaba bien su mercancía. En tono apagado, tímido, decía vergonzante: “Helados. Helados”. Le daba pena hacer sonar las campanillas. Fue un fracaso. Volvió a su casa las 9 de la noche, y sólo traía 50 pesos, valor de cinco helados que a duras penas consiguió vender. Al día siguiente le fue peor: salió casi al amanecer y regresó cerca ya de medianoche. Llevaba 30 pesos. Lo mismo sucedió en los días siguientes; más de uno hubo en que no vendió ni siquiera un helado. Volvía con el carrito lleno y la bolsa vacía. Al ver aquello su esposa se cansó por fin. Le dijo al fracasado vendedor: “Esto no puede continuar así. Mañana yo misma voy a salir a vender los helados”. Salió, en efecto, la señora. Regresó a las 3 de la madrugada. Traía 10 mil pesos. Exclama su marido, estupefacto: “¿Diez mil pesos? ¿De helado?”. Responde ella con gemebundo acento: “¡De lado, y de frente, y en todas las posiciones!”... FIN.

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