El doctor Ken Hosanna le dijo con grave voz a su paciente: “Le tengo una mala noticia, amigo mío”. “¿Qué sucede, doctor?” -preguntó con inquietud el hombre. Contesta el facultativo: “Al hacerle la circuncisión se me deslizó el bisturí, y le corté los testes, dídimos o compañones”. “¡Hado funesto, aciago sino! -exclamó el infeliz, que por esos días leía “La Ilíada” en traducción del padre Errandonea-. ¿Quiere eso decir que ya no podré tener una erección?”. “Podrá tenerla cuando quiera -respondió el doctor Ken Hosanna-. Pero no será suya”... Afrodisio Pitongo, hombre proclive a la carnalidad, le contó a un amigo su última aventura erótica. “Estaba con una mujer casada, y de pronto oímos llegar a su marido. Eso me enfureció. Salté por la ventana, y me colgué con las manos del pretil. Desde ahí vi que el esposo le hacía el amor a mi amiga. Eso me enfureció más. El marido terminó de hacer el amor y se puso a leer y ver la tele hasta la madrugada. Tuve que estarme ahí, horas y horas; desnudo y temblando de frío; colgado de la ventana, sosteniéndome con todas mis fuerzas para no perecer en la caída. Eso me enfureció todavía más. Finalmente amaneció. Con la luz pude ver algo: toda la noche había estado colgado de la ventana a 15 centímetros sobre el suelo. ¡Y eso sí que me enfureció!”... “Pobre del pobre que al Cielo no va: lo tiznan aquí y lo tiznan allá”. Así rezaba una filosófica coplilla del ayer. Sus melancólicos versitos podrían adaptarse a nuestro tiempo, y decir en parodia desmañada: “Pobre paisano que a México va: lo asaltan aquí, lo humillan allá”. Deberíamos hacer que la llegada de nuestros paisanos en la temporada navideña fuese para ellos ocasión jubilosa de regreso a su patria y a su hogar. En vez de eso una caterva de polizontes desalmados se encargan de convertir ese viaje en motivo de sobresalto y de temor. Asaltan a quienes vienen a visitar a sus familiares; los amenazan; los extorsionan; les quitan el dinero que tan penosamente ganaron y que habría de servir para remediar las necesidades de los suyos. Lo que hacen esos infames no tiene nombre. Los migrantes son héroes anónimos. De no ser por ellos, por el dinero que envían a los suyos, en este país habría habido ya un estallido social. Y aun así nuestros paisanos son atracados en México por los mismos que deberían darles seguridad y ayuda. Ojalá se crearan mecanismos de protección para ellos; no de imagen y palabras bonitas, sino efectivos y reales, de modo que pudieran denunciar de inmediato el atraco de que son víctimas. Merecen castigo los perversos que así abusan de quienes llegan a pasar la Navidad con aquellos a quienes aman y que los esperan en lo que fue su hogar. Dolorosa es la ausencia, pero se hace más triste aún cuando el que vuelve sabe que será acechado y perseguido por esos miserables que buscan sacar la tripa de mal año despojando a los paisanos. Y más podría decir acerca de esto, pero las palabras se atropellan en mi boca y la pluma tiembla en mi mano. Entonces no digo más, porque ya estoy muy encaboronado... El muchacho rico se presentó ante un pobre señor y le dijo: “Lamento informarle que perjudiqué a su hija Dulcilí. Pero mi padre está dispuesto a compensar el mal que hice. Si Dulcilí tiene un hijo, recibirán ustedes un millón de dólares. Si tiene una hija, recibirán dos millones de dólares. Y si no queda embarazada...”. El papá de Dulcilí interrumpe al muchacho. “Hijo mío -le dice cariñosamente poniéndole una mano sobre el hombro. Si no queda embarazada te dará una segunda oportunidad”... FIN.