La esposa de don Astasio le ponía los cuernos. Lo mitraba; le adornaba la cabeza; lo anovillaba; le hacía de chivo los tamales; lo coronaba. De todos esos modos y maneras se designa la acción de la mujer casada que tiene concúbito con hombre distinto a su marido. Un día llegó a su casa don Astasio, y al entrar en la alcoba vio a su mujer en erótico abrazo con un desconocido. Desconocido para el esposo, claro, pues se veía a las claras que la señora tenía con el hombre bastante familiaridad: le agarraba todo con mucha confianza, y además le decía cosas como: “Méngache mi chulo”; “Papasote”; “Prieto lindo”, y otras expresiones del mismo jaez que ciertamente no se dicen a alguien con quien no se tiene cercanía. Don Astasio hizo lo que solía hacer en tales ocasiones. Colgó sombrero, bufanda, saco y suéter en el perchero, y se dirigió luego al chifonier donde guardaba una libretita con adjetivos para enrostrar a su esposa en esos casos. Volvió y le espetó a la pecatriz estos dicterios: “¡Hetaira! ¡Mesalina! ¡Peliforra! ¡Lumia! ¡Suripanta! ¡Trotona! ¡Hurgamandera! ¡Meretriz!”. La señora suspendió por un momento sus eróticos meneos y le dijo con tono de reproche: “Ay, Astasio. Tú le dices a una palabras que no se entienden”. Entonces don Astasio, enojado, le enderezó a su mujer la palabra de las cuatro letras: “¡P...!”. “Ay, Astasio -volvió a decir ella con voz de más quejumbre-. Tú le dices a una palabras que se entienden demasiado”... Mea culpa. Confieso que cuando veo lo que voy a decir siento en el fondo de mí un cierto orgullo. Pero me salva el hecho de que más que orgullo siento asombro y -sobre todo- agradecimiento. He aquí que llego a la librería Gandhi, en Monterrey, donde suelo pasar tan deleitosas horas, y a la entrada misma del establecimiento veo un rimero de mi más reciente libro: “La otra historia de México. Hidalgo e Iturbide; la gloria y el olvido”. Luego viajo a la Capital de la República, y en la sucursal que Gandhi tiene en la avenida Juárez veo también mi libro en sitio muy destacado del escaparate. En todos los Sanborns ponen mis libros al alcance de todas las miradas. Estoy en la Terminal Uno del aeropuerto de la Ciudad de México, y en la muy bien surtida librería del local número 14, sala B, miro otra vez mi libro en el lugar de honor. Luego recibo el mensaje de un culto y amabilísimo regiomontano, el licenciado Eduardo Dávila Treviño: “Acabo de terminar su excelente libro, ‘La gloria y el olvido’. Lo disfruté enormemente. ¡Qué facilidad la suya para ilustrarnos con gracia y sabiduría! Soy lector compulsivo, al menos de dos libros a la semana. Con ‘La gloria y el olvido’ tardé una, por su volumen. Debo confesarle que tenía con usted un poco de animadversión, pues mi abuela materna era hija del general Bernardo Reyes, y usted en un escrito suyo no lo trataba muy bien. Pero sus libros me han brindado tantas horas de esparcimiento y cultura que no puedo más que rendirme y expresarle mi agradecimiento. Rompo mi espada, y me declaro su amigo y admirador”. Todo esto me enorgullece, pero más me hace ser agradecido. Primero, con mi insigne casa editora, Diana, del Grupo Planeta. Luego, con las beneméritas librerías que hacen llegar mi obra a tantas manos. Y sobre todo con ustedes, mis cuatro lectores. Presentaré “Hidalgo e Iturbide, la gloria y el olvido” en la FIL de Guadalajara, el próximo viernes, a las 6 de la tarde, en la sala “Enrique González Martínez”. Ahí te espero, lectora, lector querido, para darte el abrazo de mi afecto y de mi gratitud... Una mujer joven llegó a una clínica de especialidades médicas y le preguntó al encargado: “¿Hay aquí un ginecólogo siquiatra?”. “¿Ginecólogo siquiatra? -se sorprende el hombre-. Me temo, señora, que no existe esa especialidad. ¿Por qué quiere usted un ginecólogo siquiatra?”. Responde ella: “Porque cuando me tocan allá me vuelvo loca”... FIN.