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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Pirulina y Pitorro se casaron. Ya habían disfrutado, sin embargo -y muchas veces-, de la mutua dación de sus respectivos cuerpos. Si alguien les hubiera preguntado: “¿Practican ustedes el sexo?”, ellos habrían respondido: “No necesitamos practicarlo. Ya lo tenemos bien dominado”. Se casaron, pues. Al término de la ceremonia nupcial el oficiante le dice al tal Pitorro: “Ya puede usted besar a la novia”. Se inclina él sobre Pirulina para darle el beso, pero ella lo detiene y le dice: “Hoy no, querido. Me duele la cabeza”. (En efecto, hay un alimento que anula en algunas mujeres el interés por el sexo. Es el pastel de bodas. Pescado el pez no tiene caso ya seguir usando el cebo)... Había un equipo de futbol, los Panaderos, que tenía dos jugadores de nombre Agapito. A los dos les decían Pito, y ambos eran violentos en el campo. En un partido crucial fueron expulsados por el árbitro a causa de su juego rudo. Y dice el cronista que narraba las acciones: “En el segundo tiempo los Panaderos tendrán que jugar con los Pitos afuera”... Lord Feebledick les contaba a sus amigos sus desventuras conyugales. Los devaneos de su mujer, lady Loosebloomers, le causaban continua desazón. “Ayer -relata- la encontré sin ropas en la cama, y en estado de inexplicable nerviosismo. Me asomé abajo de la cama, y ahí estaba Wellhan Ged, el encargado de la cría de faisanes. Antier la hallé en la misma situación. Me asomé abajo de la cama, y ahí estaba Dick van Prick, el guardabosque. Anteayer la encontré también a deshoras en el lecho, las sábanas revueltas, y ella jadeando con agitación. Me asomé abajo de la cama, y ahí estaba Jock McCock, el caballerango. ¡Ah! ¡Pero les juro por Baco que hoy mismo pondré fin a esa situación!”. “¿Qué vas a hacer?” -le pregunta, inquieto, uno de los lores. Responde con determinación lord Feebledick: “¡Voy a cortarle las patas a la cama!”... Doña Balenia, robusta señora (pesaba 12 arrobas, a razón de 11,502 kg. cada arroba), estaba en el lecho con su esposo, un pequeño señor llamado Diminucio. Vestía doña Balenia un camisón de popelina azul; tenía la cara toda untada con una crema de color indefinido; llevaba en la cabeza tubos para rizar el pelo; y se había calado sus gafas de fondo de botella, pues estaba leyendo una revista para la mujer. Se vuelve con hosquedad hacia su esposo y le pregunta: “¿Y por qué tú no me tomas nunca como objeto sexual?”... Uno de mis mayores gozos es ser cursi. Por temor a parecer cursis muchos se pierden algunas de las mejores cosas de la vida, o niegan otras. Yo no tengo empacho en decir que me gusta la música de Lara; que se me hace un nudo en la garganta en la escena final de “El puente de Waterloo”, y que me sé de memoria “La balada de la vuelta del juglar”, de don Luis G. Urbina. Por eso, porque soy cursi, puedo reconocer la cursilería cuando la veo. No necesito usar la clásica definición: “Lo cursi es lo elegante fallido”, para identificar algo como cursi. Desde esa perspectiva digo que la pista de hielo que Marcelo Ebrard pone en el Zócalo es bastante cursi. Es la chabacana pretensión de ser lo que no se es, de tener lo que no se tiene, de hacer lo que nunca se hace. Dinero congelado -y luego echado al caño- para dar la ficticia ilusión de lo ilusorio. Y ya no digo más. Después de esa frase: “la ficticia ilusión de lo ilusorio” (por cierto bastante cursi), no puedo añadir nada... Una mujer quería embarazarse, y fue a una clínica de fertilidad. El médico le pidió que se quitara la ropa y se tendiera en un diván. Luego él mismo procedió a desvestirse. “¿Qué hace usted, doctor?” -pregunta alarmada la paciente. “Señora -responde el facultativo-, no han venido los donadores de esperma, de modo que tendremos que usar los recursos disponibles”... FIN.

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