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DE POLÍTICA Y COSAS PEORES

ARMANDO CAMORRA

Pobre pecado es la envidia, el único del cual no deriva goce alguno. La envidia es tristeza solamente; consiste en sentir pesar al ver el bien ajeno. Los llamados “pecados capitales”, o “mortales”, más que ser pecados en sí mismos son predisposición para el pecado, fuente de donde manan acciones u omisiones que devienen en pecados propiamente dichos. Todos llevamos dentro de nosotros esas tendencias, ínsitas -o sea connaturales- a la pobre naturaleza humana: la soberbia, la ira, la pereza, la envidia, la avaricia y la gula. Cuando dejamos que alguno de esos impulsos que en nosotros viven se manifiesten con daño para nosotros mismos o para nuestro prójimo, entonces incurrimos en pecado, nombre que en religión tiene la culpa. Pongo toda esa teología parda a fin de justificar la envidia que sentí al enterarme ayer de dos noticias; una, la del arresto del gobernador de Illinois, acusado de subastar bajo la mesa el escaño de senador que dejó Obama; otra, aquella de la inmediata detención de tres maleantes que en Dallas, Texas, secuestraron a una joven. ¡Cuán lejos estamos los mexicanos de tener policías y administradores de justicia semejantes a los que hay en el país vecino! Aquí la ley es letra muerta y sepultada; aquí es la impunidad reina y señora; aquí la policía es muchas veces para los ciudadanos más un peligro que una protección. Yo soy mexicano de acá de este lado. Fiel cumplidor de los ritos que el patriotismo impone, digo siempre que como México no hay dos, lloro cumplidamente cuando en el extranjero escucho “Qué lejos estoy del suelo donde he nacido”, y sostengo con temple de cruzado que la comida mexicana es la mejor del mundo. Pero amor no quita conocimiento, dice el proverbio popular, y cuando veo lo que otros tienen, y que a nosotros nos falta, siento envidia. Y no de la que llaman buena, sino de esa oscura, caliginosa envidia que lleva a la tristeza y la desolación... Desolación y tristeza has puesto en la República con tus palabras, mentecato columnista. Te corresponde ahora sedar esos penosos sentimientos con el relato de algunos cuentecillos que pongan sobre nuestro pesar el bálsamo de una sonrisa leve... Aquella señora fue con el doctor. Sentía dolor en las rodillas, le dijo. Inquiere el facultativo: “¿Realiza usted alguna actividad frecuente que ponga tensión en sus rodillas?”. “Sí -responde la señora-. Todas las noches hago el amor con mi marido, y para eso me coloco apoyándome en manos y rodillas”. Sugiere el médico: “Hay muchas otras posturas para hacer el amor”. “Es cierto -admite la señora-. Pero ésa es la única en que puedo ver la tele”... El maduro señor dijo a su esposa: “No sé qué me sucede. Siento el cuello muy duro”. Ella arriesgó un diagnóstico: “Posiblemente la pastilla de Viagra se te atoró en la garganta”... Simpliciano, vehemente enamorado, le dice a Pirulina: “¡Por ti iría al fin del mundo!”. “Está bien -acepta la muchacha-. Pero allá te quedas”... Cuando llegaron al discreto motelito él quiso aparecer gracioso ante su compañera, y le dijo: “Las tres mejores cosas de la vida son una copita antes y un cigarrito después”. Se tomaron, pues, una copa. Luego él procedió a despojarse de su vestimenta. Lo mira ella y le dice: “¿Qué te parece si nos saltamos hasta lo del cigarrito?”... Babalucas fue a devolver la bola de boliche que había comprado. “Tiene agujeros” -dijo al dependiente... La joven señora cumplió dos años de casada, y en su aniversario de bodas quiso darle una sorpresa a su marido. Se hizo tatuar en la pompa derecha un cero y un siete, pues se habían casado en 2007. Esa noche él la vio al natural, y le preguntó con extrañeza: “¿Cuándo te hiciste fan del 007?”... (No le entendí)... FIN.

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