La niña Rosilita levantó la mano en la clase de Biología y le preguntó a la maestra: “Mi abuelita ¿podría tener un bebé?”. Responde la profesora: “No. Ya es demasiado grande para eso”. “Y yo -vuelve a preguntar la niña:- ¿podría tener un bebé?”. “Tampoco -sonríe la maestra-. Todavía eres demasiado pequeña”. Desde el fondo del salón se escucha la voz de Pepito: “¿Lo ves, Rosilita? Te dije que no había nada de qué preocuparse”... Tres ancianitos estaban conversando. Dice el primero: “Mi mano tiembla tanto que siempre me hago una cortada al afeitarme”. Dice el segundo: “Mi mano tiembla tanto que cuando tomo café termino siempre echándomelo en el pantalón”. Dice el tercero: “Mi mano tiembla tanto que si en un restorán voy al pipisrúm los que entran piensan que estoy haciendo cosas malas”... La señorita Peripalda, catequista, fue enviada por el padre Arsilio a una remota aldea en la montaña. En la estación del tren fue recibida por un hombrón que la invitó a subir en su carrito tirado por un caballo. En el camino el rudo sujeto iba azotando sin cesar con su látigo al agotado caballejo. “Oiga -le dice con tono acre la señorita Peripalda-. ¿Tiene que pegarle así en las ancas a ese pobre animal?”. “No, señorita -responde el individuo-. También puedo pegarle en los éstos. Pero eso lo dejo para las subidas”... Dulcilí, muchacha ingenua, llegó a su casa hecha un mar de lágrimas. Se precipita en brazos de su madre y le dice entre hipidos y sollozos: “¡Me tronaron en la escuela!”. Pregunta la señora: “¿Te reprobaron?”. Y gime Dulcilí: “¡También eso!”... Comentaba aquel sujeto: “Mi esposa es una objeta sexual”. “Querrás decir ‘un objeto sexual’” -lo corrige alguien. “No -insiste el otro-. Cada vez que le pido sexo, objeta”... Las reuniones navideñas llevan siempre la obligada compañía del beber. El beber es bueno si no hace daño a nadie. Cuando embrutece al bebedor y pone en riesgo su seguridad y la de los demás, la bebida ya no es causa de gozo, sino motivo de problemas, y aun a veces de tragedias. Don Abundio, que sabe tomar vino sin que el vino se lo tome a él, declara con su habitual sentido común y su paladino modo de expresarse: “El vino hay que saber mearlo”. Es decir, se le debe dosificar de manera que no nos ponga en riesgo ni ponga en peligro a nuestro prójimo. Afirmaban los latinos: “Vino intrante sapientia vadit”. Donde entra el vino sale la sabiduría. Gaudeamus igitur alegrémonos, por tanto-, y disfrutemos del buen beber que nos da gozo, pero hagámoslo con prudencia, para no convertir las fiestas en tragedia... Hecha esa catoniana admonición narraré otro indecoroso cuentecillo, y luego pasaré a retirarme... Un vaquero texano entró en una cantina de Moscú. Arrojó al aire una moneda, y con un disparo de su revólver de seis balas le hizo un agujero en el centro. Enfunda su Colt el vaquero, escupe por un colmillo, y dice luego con voz ronca a los estupefactos parroquianos: “Bill... Búfalo Bill”. En eso se pone en pie un rudo moscovita, se planta ante el cowboy, y sin decir palabra procede a bajarse el pantalón y lo demás, con lo que puso a la vista del forastero sus pudendas partes. Al verlas se asombró el texano. Y es que donde todo varón tiene una, el hombre tenía dos; y donde todo hombre tiene dos, el moscovita tenía tres. Con voz igualmente ronca le dice el de Moscú al americano: “Byl... Chernobyl”... (¡Qué barbaridad! ¡Las radiaciones procedentes de la explosión de esa central atómica habían convertido al ruso en un fenómeno! Mantengámonos alejados de las instalaciones radiactivas, a menos que aspiremos a tener más jardines colgantes que los de Babilonia)... FIN.