Nalgarina Grandchichier, vedette de moda, tuvo una cita con Afrodisio Pitongo, que gozaba de mucha fama por su fogosidad. Cuando regresó, su compañera de cuarto le pidió muy interesada: “Siéntate y cuéntame lo que sucedió”. “No puedo” -responde con voz feble Nalgarina. “¿No puedes contarme lo que sucedió?” -se extraña la amiga. “No, -replica Pirulina-. No puedo sentarme”... Empédocles Etílez, el borrachín del pueblo, iba midiendo paredes por la calle, como se dice del que en ellas se detiene para no caer. Pasa un sacerdote y le dice: “Soy nuevo aquí, hijo mío. ¿Podrías decirme dónde está el Correo?”. El temulento le indica cómo llegar ahí. Le dice el señor cura: “Ese vicio del alcohol te llevará a la ruina. Ve a la iglesia; ahí te diré cómo llegar al Cielo”. “¡Uta! -farfulla Empédocles como hablando para sí-. No sabe cómo llegar al Correo ¡y me va a decir cómo llegar al Cielo!”... El hombre del carretón le pregunta a doña Medusia: “¿Tiene botellas de licor vacías que quiera vender?”. “¡Majadero! -replica ella, indignada-. ¿Acaso tengo cara de beber licor?”. “Claro que no, señora -se disculpa el del carretón-. Entonces ¿tiene botellas de vinagre?”... La Navidad llegó a mi casa convertida en regalos de bondad. He aquí que en el curso de diciembre dos revistas me pusieron en sus páginas, como si fuera yo un personaje de alta calidad, siendo que soy sólo un juglar que va por este mundo con el perpetuo asombro de estar vivo. En mi ciudad, Saltillo, se publica “Clasé”, una revista que ya la quisieran otras urbes similares a la mía, como Londres, París o Nueva York. Ahí aparecí, en fotografías tomadas por Germán Siller, extraordinario retratista que debe haber revelado sus placas con agua de Lourdes, pues salí milagrosamente bien. Los generosos textos de Verónica Dávila me dibujaron no como soy, sino como me gustaría ser. Por obra y gracia del talentoso editor de “Clasé”, Álvaro Arzamendi, fui una vez más profeta en mi tierra. Y luego ¡oh maravilla! la revista “Quién” me juzgó digno de figurar en su edición decembrina. ¿Quién no lee “Quién”? Figurar en ella es en México una total consagración. Jamás había soñado yo verme en sus páginas, y menos en el lugar que me otorgaron: entre Felipe González, ex Presidente del Gobierno español, y Alberto II, soberano del principado de Mónaco. ¡Y yo vecino del Potrero de Ábrego, poblado de 500 habitantes! Nuria Díaz Masó, que escribe como quisiera hacerlo yo, hizo un espléndido trabajo con el modesto material que soy. Escribió: “El editorialista más leído de México nos cuenta la vida del hombre detrás de la pluma... El año pasado National Geographic lo buscó para saber quién era. La revista encontró en los resultados de una encuesta que una de las 10 causas que hacían felices a muchos mexicanos era leer a Catón en las mañanas. Este singular personaje, tan querido y tan respetado por sus lectores, muchos de ellos políticos, se mostró muy sincero en toda la entrevista...”. Y luego ¡qué gran artista es Paty Madrigal! Las fotos que me tomó son todas de concurso; y más porque cuando los amigos de “Quién” me dieron a escoger la locación en que quería yo ser retratado, escogí mi sitio predilecto en la Ciudad de México: el Sanborn’s de Los Azulejos, en el hermoso Centro Histórico de la Capital. ¡Qué marco y qué revista! Doy las gracias a Nuria, a Paty, y especialmente a Diana Penagos Mason, editora general de “Quién”. Después de esto, el Premio Nobel... Don Veterino, señor de edad más que madura, casó con Pirulina, muchacha en flor de edad. A los dos meses de casada ella experimentó ciertos malestares, y fue a consultar a un ginecólogo. El médico le informó que estaba embarazada. Ella se sorprendió bastante: no había tomado ninguna precaución, confiada en los muchos años de su esposo. Muy enojada lo llamó por teléfono y le dijo sin más: “¡Viejo verraco! ¡Me embarazaste!”. Después de una pausa se oyó la voz de él: “Perdón: ¿quién habla?”... FIN.