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¿De qué lado está la Policía?

Sobreaviso

René Delgado

Es una pena que se conjuga con la rabia. A cuatro años de la megamarcha contra la delincuencia y a 10 del inicio de la creación de la Policía Federal, a la ciudadanía la toma por asalto –no podría ser de otro modo, en estos días– una terrible duda: ¿de qué lado están las policías y los partidos?

Aterra esa duda y enfada hasta el enojo que, a pesar del tiempo transcurrido, calles y plazas no sean ciudades –o sea, espacio de los ciudadanos–, sino territorios en disputa por el crimen.

Sí, sí habido esfuerzos, pero la aspiración de reponer al Estado como garante de la integridad, del patrimonio y de la seguridad ciudadana sigue siendo una quimera que, de pronto, a bofetadas y a abusos increíbles –como es el caso de la discoteca New’s Divine– se convierte en una pesadilla.

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Es cierto que algunos gobiernos –y vale el plural porque el combate al crimen tiene distintos niveles de acción– se empeñan en recuperar el espacio de la ciudadanía, pero aun hoy, el esfuerzo no se advierte como una decisión de la República para hacer de México un lugar seguro.

En infinidad de plazas los gobernantes se conducen con indiferencia o negligencia frente al crimen o, peor aún, por omisión o por acción, se conducen con complicidad. Conforme al dato del especialista Edgardo Buscaglia, expuesto en el Consejo Participación Ciudadana de la PGR, la mitad de los municipios se encuentra bajo dominio del crimen y el país se cuenta en el sexto lugar mundial en cuanto a presencia de delincuencia organizada. Compartimos esa posición con Afganistán, Irak, Paquistán, Nigeria y Guinea Ecuatorial.

No se trata sólo de poblados perdidos en algún confín de la República donde la presencia del Estado se desvanece, no. Se trata también de plazas de la dimensión de las zonas metropolitanas del Valle de México, Monterrey, Guadalajara, Ciudad Juárez, Tijuana, Chihuahua, Durango... plazas donde los narcotraficantes ensayan con éxito el amafiamiento de su actividad, expandiendo su negocio criminal a cuanto giro pueden. Trafican y comercian drogas, armas, personas, mercaderías originales y “pirata”, además de participar ahora en la industria del secuestro, la extorsión y la venta de protección. Le disputan al Estado el monopolio de la fuerza y el tributo.

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Si a lo largo de estos años al menos se hubiera logrado reponer la confianza en las policías y los partidos como instrumentos de la ciudadanía, es probable que la misma ciudadanía asumiera –como parte de la recuperación y la rehabilitación de su espacio– la violencia que comienza a derramar su efecto terrible sobre ella. Pero no, la desconfianza prevalece y, entonces, se duda si la dirección por donde el país camina y tropieza es la correcta.

Se advierte, desde luego, un aumento sustancial en el gasto destinado a la seguridad pública, pero no un incremento en la vocación de servicio de las corporaciones que gastan ese dinero. Nuevas patrullas, mejor armamento, sofisticado equipamiento, complejos sistemas de información y comunicación constituyen el símbolo de un cambio, pero no el signo de una mejora. Frecuentemente, es obligado preguntarse si toda esa infraestructura está en las manos correctas.

Por turnos, los gobiernos federal y capitalino, municipales y estatales dejan boquiabierta a la ciudadanía cuando, sin querer, dejan ver que el gasto público muy lejos está de servir al precisamente al público. Esas evidencias alimentan el desencanto ciudadano que incluso, frecuentemente, advierte que ese gasto constituye un subsidio al crimen que vestido de uniforme o de civil le da le espalda a la ciudadanía y el frente a la delincuencia.

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El turno en estos días corresponde al Gobierno del Distrito Federal.

La tragedia en la discoteca mencionada podría comprenderse si tuviera origen verdaderamente en uno o varios errores en la realización del operativo policiaco. Pero no fue así. Indicios y evidencias revelan que la actuación de los policías durante y después de la tragedia fue la misma: cometer abusos inaceptables, al amparo del uniforme y el tolete. Muertos los muertos abusaron de los vivos.

Pero a la par de ese suceso, hubo otros hechos igualmente elocuentes de esa imposibilidad de reponer confianza en las policías. A los agentes de migración en Quintana Roo “les secuestraron” un grupo de indocumentados cubanos que, después, apareció en Estados Unidos. A un cuartel de la Policía en Guadalajara le cayó una granada arrojada por militares que, por lo visto, no trabajan para el Ejército. Y, de nuevo, la planeación del asesinato de un mando de la Policía Federal con una trayectoria plagada de claroscuros corrió por cuenta presumiblemente de otros policías federales (de Caminos) que, de tiempo atrás, vienen ejecutando a otros de sus compañeros. ¿Compañeros de qué, quién sabe?

Cada día, cada mes o cada año, la reconstrucción de la confianza ciudadana en los cuerpos de seguridad la desmorona algún abuso o traición cometida, precisamente, por esas corporaciones. El asesinato por tortura de los jóvenes detenidos hace años en la colonia Buenos Aires, Distrito Federal; la violación de sexoservidoras por militares en Castaños, Coahuila; el abuso contra los manifestantes altermundistas en Guadalajara, Jalisco; la violación de menores en Michoacán por militares al término de un operativo; los asesinatos y posibles desapariciones cometidos por la Policía de Oaxaca... sobran los ejemplos de cómo un abuso desvanece una y otra vez la esperanza ciudadana y borra el esfuerzo serio por construir sistemas de seguridad pública.

Sin importar color o nivel del Gobierno, por turno, a la ciudadanía se le niega la posibilidad de creer en sus guardianes y, por si eso no bastara, este o aquel otro partido, según corresponda, busca sacar raja política a partir de la tragedia, cuyo peso invariablemente recae en la ciudadanía.

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El colmo del absurdo de esos descalabros es que, sin necesariamente corregir el problema de fondo, se intenta atemperar el malestar social decapitando –expresión en boga– al secretario de seguridad correspondiente y, entonces, se da una paradoja: cae la cabeza, pero no el cuerpo.

Rueda la cabeza del funcionario y se mantiene firme el cuerpo de Policía que, sin duda, se regocija. No es para menos, el proceso de aprendizaje de la nueva cabeza es oportunidad para que el cuerpo practique a gusto sus ancestrales vicios.

Se entiende que cada nuevo Gobierno pida paciencia a la ciudadanía para darle oportunidad de convertir el símbolo de cambio en signo de mejora, pero ese nuevo Gobierno –cualquiera que éste sea– olvida que son muchos años de prometer ciudades a los ciudadanos y heredarles territorios dominados por el crimen.

Son años de ver cómo cada nuevo Gobierno –cualquiera que éste sea– ensaya políticas de seguridad pública que, luego, al relevo, se cambian, olvidan o sencillamente abandonan. Hoy se registran algunos cambios, pero los índices delincuenciales no reportan la mejora.

A 10 años de haberse reconocido el problema, a cuatro de haberse dejado sentir el clamor ciudadano es hora de que los gobiernos, pero sobre todo, sus partidos respondan: ¿de qué lado están junto con sus policías?

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Correo electrónico:

sobreaviso@latinmail.com

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