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De qué sirve extraditar

Plaza pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Por desconfianza en la justicia mexicana, y/o por bobalicona admiración a la de Estados Unidos, suele creerse que un método eficaz de combatir al narcotráfico es extraditar a los principales responsables de esa especie de la delincuencia organizada para que más allá de la frontera caiga sobre ellos el peso de la ley, “porque allá sí se le respeta”.

La liberación de Francisco Rafael Arellano Félix, el mayor de la familia que controla el Cártel de Tijuana, es una mala noticia para quienes candorosamente creen en la eficacia e incorruptibilidad de los tribunales norteamericanos, pues el que haya vuelto a México anteayer, libre todo cargo, no se debe a que sea inocente sino, en el mejor de los casos, a la habilidad de su abogado.

Rafael (a quien hay que obviar su primer nombre, para evitar confundirlo con su hermano menor, Francisco Javier, apodado El Tigrillo) goza ahora de una libertad a que quizá se haya desacostumbrado. En la década de los setenta, cuando era veinteañero –ahora tiene 58 años de edad— purgó una breve sentencia en Sinaloa. Al salir, buscó mejores aires para sus actividades y se internó en Estados Unidos, donde en agosto de 1980 cayó víctima de una operación encubierta. No acertó a saber que un presunto cliente era en realidad agente de la DEA y pretendió venderle algunas onzas de cocaína. Salió libre bajo fianza y en vez de acudir a su proceso eligió volver a México, donde en el decenio siguiente junto a sus hermanos integró la principal banda de narcotraficantes en el noroeste mexicano, establecida en Tijuana, donde adquirió triste celebridad, pero con capacidad de operar en varias entidades de la república. En aquella ciudad el dinero de que hacía gala el clan le permitió hacer vida social abierta, en que mucho los ayudó su proximidad con el sacerdote católico Gerardo Montaño.

El dinero también le servía para evadir a la justicia. Leo en los archivos del semanario Zeta que burló al menos tres intentos de procesarlo por delitos contra la salud y por uso de arma exclusiva del Ejército. Un día se le detuvo en posesión de dos kilos y medio de cocaína. Pero logró quedar libre porque “la procuraduría perdió el expediente”.

Finalmente fue el primer miembro de la familia en ser detenido, en diciembre de 1993. Se le sentenció a once años de prisión, al principio en el penal de Almoloya, y después en Matamoros. Mientras los purgaba, en junio de 2003 la justicia norteamericana lo reclamó, para castigarlo por haber violado la libertad procesal, y por cargos como conspiración para narcotráfico y venta de la droga que le hizo caer en prisión en San Diego. Un año después, el Gobierno mexicano accedió a remitirlo a California, pero la eficaz defensa legal del mayor de los Arellano Félix demoró por más de dos años esa acción. Uno de los argumentos esgrimidos por sus abogados, con base en un criterio sostenido hasta hace poco, cuando la Administración de Felipe Calderón empezó a pasarlo por alto, consistía en que sólo podría ser extraditado cuando concluyera la sentencia local.

Cuando ese extremo se cumplió, en septiembre de 2006, en vez de quedar en libertad Rafael fue trasladado a Brownsville, de donde autoridades norteamericanas lo llevaron al otro extremo de la frontera, pues era en San Diego donde debía ser juzgado. El embajador Antonio O. Garza Jr. emitió un comunicado en que alabó la decisión del Gobierno de Fox se extraditar al delincuente de mayor rango hasta entonces remitido a Estados Unidos. Se dijo entonces que le esperaban juicios que podían concluir en sentencias hasta por treinta años de prisión, información que validaba la idea de que era preferible que los jefes de las bandas fueran enjuiciados allá y no aquí.

En sentido contrario a esas expectativas, pronto se le exoneró de uno de los cargos y el otro le mereció una pena de sólo seis años de prisión. Pero no los purgó. Su defensor, el conocido penalista Américo Delgado –que en su turno ha defendido a los hermanos Arriola y a Juan García Ábrego— parece haber logrado un prodigio legal o, más terrenalmente hablando, consiguió la torcedura del juez que ya se había hecho notorio por no aplicar a Rafael la pena máxima de 15 años que ameritaba su delito sino menos de la mitad. ¿Por qué salió en libertad el mayor de los Arellano Félix mucho antes de cumplir la media docena de años a que se le condenó? La explicación de Delgado es inverosímil: “lo que pasa es que le contabilizaron el tiempo que estuvo detenido en México, y por eso quedó libre”. Por ser estrictamente individuales los procesos en derecho penal, con mayor razón si se realizan en jurisdicciones nacionales diferentes, es imposible descontar de una sentencia derivada de la comisión de un delito merecedor de prisión el tiempo pagado a raíz de un juicio diverso suscitado por una conducta igualmente diferente.

Tal vez para evitar que se reintegre a su antigua sede, Rafael fue llevado por agentes norteamericanos de San Diego, donde se le liberó, a El Paso, para que cruzara a Ciudad Juárez. Pero si resolviera retornar a Tijuana, podrá hacerlo sin problema alguno, pues cubrió la pena que se le fijó en el único proceso que se ha podido fincarle. Tal vez se reintegre al seno familiar, al lado de su hermana Enedina, que es ahora la cabeza del cártel, pues el resto de los varones ha muerto o está en la cárcel. En tal caso, el reo recién liberado comprobará que aquella ciudad fronteriza vive tiempos quizá peores de los que su familia contribuyó a generar.

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