De nuevo las palabras. Palabras que delatan la forma de razonar, de entender la vida. Se podría guardar silencio, dejar que se perdieran en los telares de la memoria, olvidar con empeño. El archivo de sandeces es enorme. El capítulo Fox es muy amplio. Las irresponsabilidades de AMLO no tienen límite. Muchos otros se suman a diario. Qué importa una más. Pero ese olvido por desidia siembra confusión, propicia que el único instrumento que tenemos para el entendimiento, la palabra, se deprecie. Quizá parte de la crisis nacional provenga precisamente de una falta de rigor en el uso de la palabra. Todos somos responsables. En muchos sentidos el país está dividido. Los puentes están quebrados. Esos puentes se construyen con palabras. La democracia sólo fructificará si reeducamos nuestra lengua.
“No hay rico, rico, rico que sea honrado”. La expresión surge en boca nada menos que de un cardenal. Los enredos son múltiples. ¿Qué considera el cardenal rico, rico, rico? No lo sabemos. Quizá si se tratará sólo de dos veces rico si podrían pasar la prueba de honradez. Pareciera que es una cuestión de grado. Se puede ser rico y honrado pero ya muy rico es imposible. ¿Por qué? No hay explicación, se trata entonces de un prejuicio, es decir de algo que está antes del razonamiento. Cómo explicar a los simplemente ricos, pero deshonestos. No hay respuesta como tampoco la hay para los muy, muy ricos que son honestos. Lo que delata la expresión del cardenal es un rechazo por principio a la riqueza que él considera excesiva. Erigido en juez de lo razonable condena con una generalización absurda.
Pero ahí no terminó la irresponsabilidad del prelado: “...porque trabajando nadie se hace rico, porque si trabajando se hiciera uno rico los burros serían los más ricos, trabajando nadie se hace rico” remató. Gracias señor cardenal por alentar el trabajo. Gracias por comparar a los trabajadores con burros, gracias por condenar a los trabajadores de cualquier ramo, de cualquier ingreso a vivir en la pobreza, lo que usted considera pobreza. No sabe lo útil de su expresión en una sociedad que de entrada tiene un bajo aprecio por el trabajo. Uno de cada cuatro mexicanos no considera al trabajo importante. Formidable incentivo para los que se levantan todos los días con el ánimo de prosperar. La prosperidad, la riqueza supone tranza. El que no tranza no avanza. Es la única forma. Claro, viniendo de alguien que está en contacto con la palabra divina, el asunto cobra otra dimensión.
La irresponsabilidad del cardenal se suma a una larga tradición católica de condena a los ricos. Allí está la expresión bíblica tan popular en éstas coordenadas latinoamericanas: “Más fácil pasa un camello por el ojo de una aguja que un rico entre al reino de los cielos”. El que camina hacia la prosperidad, hacia la riqueza se está cerrando las puertas del cielo. Mejor no ser próspero, no vaya a ser la de malas de caer en la riqueza. Más vale pobre pero con redención. La vida eterna bien vale la pobreza terrenal. En el extremo se cae en el estereotipo: todo rico es deshonesto y todo pobre honesto, no importa que no exista ningún sustento en la realidad. Suena bien, vende bien.
La confusión de muchos mexicanos alrededor de la riqueza tiene orígenes claros: la condena religiosa a la riqueza e indirectamente a la prosperidad, el menosprecio por el trabajo y finalmente la idea muy popular de la riqueza original. Un país es rico o no dependiendo de una concesión divina. El oro, la plata, el petróleo, lo que sea que está allí para su explotación. La riqueza no se crea, no proviene del esfuerzo, del trabajo, del ingenio, de la habilidad, del ahorro, de la visión, del estudio, de la tenacidad. De qué nos asombramos después cuando el 58% de los maestros en México considera que la riqueza proviene de los abusos, sólo 19% del trabajo. Son los educadores.
Por supuesto que los pillos abundan. Los abusos son parte de nuestra historia. Ahí la trampa mortal: como los pillos abundan, condenemos el trabajo. Es al revés: condenemos a los pillos y fortalezcamos al trabajo. Las verdades de Perogrullo asaltan. La prosperidad es deseable socialmente, la individual y la de las naciones. Sólo fomentando esa idea es que las sociedades acumulan, ahorran por diversos medios y dejan atrás la miseria. En esa búsqueda se generan diversos grados de prosperidad. Hay muchas fórmulas para paliar las diferencias de ingresos y las disparidades, pero es técnicamente imposible evitarlas. Sacrificar prosperidad por igualdad fue una de las obsesiones que condujo al colapso de las economías centralmente planificadas. Las desigualdades brutales seguían existiendo. En una sociedad próspera habrá ricos, muy ricos y riquísimos. Pero lo fundamental es que no haya pobreza, que la gente no muera de hambre, que tenga salud, vivienda, educación. La construcción de mayor igualdad, como la lograda en los países escandinavos, es lenta. Es mucho más fácil erradicar la pobreza que llegar a la igualdad que nunca será absoluta y quizá ni siquiera posible o deseable. Finalmente lo obvio: la vida espiritual es compatible con la prosperidad.
Para lograr prosperidad generalizada se requieren muchas condiciones. David S. Landes ha hecho un ejercicio fresco e iluminador. (La riqueza y la pobreza de las naciones, Vergara, Argentina). Un régimen de derecho, libertades, educación, infraestructura, ciencia, tecnología, generar conocimiento, recursos, estabilidad política. Pero sobre todo dejar atrás los prejuicios y las sandeces.