No era mi hijo ni mi hija, ni mis sobrinas o sus amigas, ni las hijas o sobrinos de ninguna persona que yo conozca. No sucedió en la ciudad que me acoge, ni bajo el cielo que me sonríe. Y, sin embargo, me duele y me enoja y me indigna de ida y vuelta. Porque los desastres previsibles duelen, enojan e indignan.
El operativo policiaco en una discoteca del Distrito Federal, que provocó 12 muertes, una veintena de personas heridas y violaciones a los derechos humanos de adolescentes y jóvenes, fue un desastre que se monta en otros desastres.
Porque, para empezar, es un desastre que haya antros en los que se venda bebidas alcohólicas a menores de edad. ¿Pues que no está prohibido por la Ley? ¿Nadie supervisa? ¿Nadie vigila? ¿Nadie sanciona?
Porque, para seguir, es un desastre que se haya organizado (es un decir) un operativo policiaco como si se tratara de irrumpir en una reunión de narcotraficantes. ¿Se necesitaban 150 elementos policiacos para hacer una redada en una discoteca en la que, fundamentalmente esperaban encontrar a menores de edad? ¿Para qué tal despliegue?
Y porque, para terminar, es un desastre tener varias policías, tan mal capacitadas, tan mal organizadas, tan mal acostumbradas a sentirse todopoderosas, tan mal…
Esos desastres sólo pueden provocar desastre.
En principio me duele ver a madres y a padres llorar la muerte de sus hijos o hijas; una muerte tan estúpida como absurda. Y, en seguida, me enoja y me indigna tener la absoluta certeza de que puede suceder nuevamente en cualquier parte a cualquier hora por cualquier motivo.
Porque el que haya sucedido en una discoteca del DF. es una mera circunstancia geográfica. Pudo suceder en cualquier ciudad de cualquier municipio de cualquier estado del país.
Salvo honrosas excepciones (quiero pensar que hay excepciones) en nuestro país no hay un control estricto (a veces ni siquiera un control a secas) de la venta de licores a menores de edad. Esas infracciones a la Ley, como muchísimas otras, se cometen todos los días a lo largo y ancho del territorio nacional con la participación –por acción u omisión- de las autoridades.
Porque, diga lo que diga nuestro presidente, a las y los jóvenes se les criminaliza de entrada. Observe cualquier operativo policiaco y cualquier retén militar, y mire la manera y el modo en que se dirigen y revisan a jóvenes.
Y porque los cuerpos policiacos del país tienen fama de ser los peores de Latinoamérica (y conste que la mala fama se la ganaron antes del desastroso operativo del 20 de junio).
Agréguele que en México hay numerosos cuerpos policiacos, con fronteras a veces poco claras, pero con egos bien definidos y cotos de poder bien defendibles.
La suma de estos desastres sólo puede dar como resultado un desastre.
Un desastre que provocó 12 muertes y varias personas lesionadas.
Un desastre que implicó, además, graves violaciones a los derechos humanos de las y los jóvenes. Más de 30 adolescentes detenidas denunciaron que fueron obligadas a desnudarse frente a policías; hay denuncias de vejaciones, maltratos y abusos sexuales.
Un desastre que pronto empezó a ser utilizado políticamente, en un país en que lo político se reduce a una simple, burda y vulgar lucha por el poder.
Un desastre que pudo haber sucedido en mi ciudad o en la suya y que pudo haber afectado a mi hijo o a su hija.
Un desastre que nunca debió ocurrir y, no obstante, era perfectamente previsible y sería fácilmente repetible.
Un desastre por los cuatro costados.
En este desastre, claro que hay culpables con nombres y apellidos; hay, también, responsables directos e indirectos. Pero sobre todo, hay graves problemas estructurales de corrupción, de impunidad, de ineficiencia, de ineficacia, de abuso de autoridad, de falta de organización, de ausencia de capacitación, de ausencia de un Estado de Derecho.
Y todo eso está en el origen del desastre. De manera que, podrán rodar cabezas y encarcelarse a los culpables, pero, en esencia, la potencialidad de otro desastre de igual o mayores proporciones sigue intacta. Y mientras eso no cambie, vivimos en situación de desastre.
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