Creel vive una gran tensión por los hechos del 16 de agosto en el que, literalmente, su autoridad los dejó a merced del caos, del peligro y el dolor.
Primera de 4 partes
Esta Navidad será muy distinta para Creel, comunidad del municipio de Bocoyna y ubicada a tres horas por tierra de la capital de Chihuahua.
Por estas fechas el poblado, mundialmente conocido por su estación ferroviaria, por la que transita la línea de pasajeros Chepe; sus paisajes naturales, como el lago de Arareko, las cascadas de Basaseachi y Cusárare, y por ser paso obligado hacia el imponente complejo de cañones denominado Parque Nacional Barranca del Cobre, se preparaba para recibir a una multitud de turistas que, también, ansiaban llegar a esta comunidad conocida como puerta de entrada al país de los tarahumaras.
Hoy, sin embargo, en esta población de poco más de 5 mil habitantes sus visitantes —si los hay— verán negocios con moños negros en señal de luto, banderas blancas, de paz, y una serie de ataúdes y mantas colgadas en la Presidencia Municipal.
Con estos últimos, el pueblo demanda justicia por la matanza de 13 de sus habitantes, entre ellos un bebé de un año, ocurrida el pasado 16 de agosto y cuya investigación, a la fecha, ha arrojado sólo dos aprehensiones por presunto encubrimiento.
El resto de los responsables, algunos ya identificados, continúa prófugo.
La Procuraduría estatal declaró en un principio que los sicarios fueron por dos de los 13 muertos, pero que decidieron acabar con todos para no dejar testigos. La dependencia, que calificó la masacre de “terrorismo”, no identificó a los presuntos objetivos y sí dejó al pueblo sumido en dimes y diretes.
Así, Creel, vive una gran tensión por los hechos de aquel día en el que, literalmente, su autoridad los dejó a merced del caos, del peligro y el dolor.
La Policía dijo entonces que tardó en llegar porque temía ser linchada. Por ello, la treintena de oficiales municipales fue sometida a exámenes de confianza, luego de los cuales la mayoría fue reinsertada a pocos días en sus labores.
Hoy, las camionetas 4 X 4 de vidrios polarizados que suelen cruzar lento por las calles, con estruendosa música norteña o sinaloense, son vistas con sospecha y tensión.
Pareciera como si con cada convoy de camionetas el tiempo se detuviera, se cortara de golpe y aumentara el frío que impera aquí pese al Sol de la mañana.
Pero, nada por hoy, dicen los tarahumaras. A ellos, subraya uno, ni les va ni les viene ni las camionetas ni la música.
“Es de chabochis”, dice una mujer que vende collares rarámuris, en referencia al término que el indígena usa para los mestizos, y cuenta sobre el 16 de agosto, cuando la breve historia de Creel de apenas 101 años como pueblo se quebró.
“La noche de los chabochis, ¿sabe cómo fue?...”.
La noche de los muchímares, añaden otros. De la marranada, dice la mayoría.
El día de la tragedia
De 10 a 15 minutos el pueblo escuchó las fuertes detonaciones consecutivas aquella tarde del sábado 16 de agosto.
Era alrededor de las 18:15 horas.
Bertha Alicia Galdeán Martínez salió de la refaccionaria de la que es dueña y vio en los costados de la calle gente igual de extrañada afuera de sus casas y otros comercios, en tanto unos corrían hacia el lugar de donde provenían los estallidos.
“Vi mucha gente, camionetas paradas en las esquinas porque se oían los tronidos fuertes, muy fuertes”, narra.
La mujer de 38 años y hoy de ojeras muy marcadas tomó el teléfono y le habló a su hermana Luz Julieta.
“Dile a Dany que no se vaya a venir para acá”, advirtió Bertha sobre su sobrino, Luis Daniel Armendáriz, de 18 años, con quien había partido el hijo de ella, Fernando Adán Córdova, de 19, y Kristian Loya, un amigo de 22 años, rumbo a “Los Carriles”, un sitio de carreras de caballos a las afueras de Creel.
De acuerdo a habitantes, “Los Carriles” sería propiedad de Ernesto Estrada González, alcalde de Bocoyna, y en ellos se harían apuestas ilegales incluso de sumas millonarias entre personas relacionadas con la delincuencia organizada.
“Se me hace que es un encuentro entre narcos”, le dijo Bertha, y es que desde hacía días se escuchaba la versión.
“Decían: ‘van a venir los de ‘La Línea’ y los de Sinaloa y va a haber un encuentro’. Eso me imaginé que estaba pasando”.
“La Línea” es como se le conoce en Chihuahua al brazo armado del Cártel de Juárez. Su batalla contra el de Sinaloa por el narcotráfico ha arrojado buena parte de los casi mil muertos en esta entidad en lo que va del año.
Ya en la calle, alguien le dijo a Bertha que le hablaban por teléfono: que debía identificar un cuerpo. Primero se extrañó, luego se quedó atónita cuando le recomendaron ser fuerte.
Ya no se oían detonaciones seriadas, sino aisladas.
En eso, alguien bajó de un auto y le gritó a la mujer: “¡El Chiles, Bety! ¡Mataron a El Chiles!”.
Así le decían a Fernando, el segundo de sus tres hijos.
Bertha seguía negándose. Expresaba que no, que su hijo estaba en “Los Carriles”, pero le corrigieron al decirle que de allí el muchacho y sus amigos se habían ido a Profortarah, el terreno junto a un centro social ejidal, una nave hecha de blocks y techo de lámina, al centro de Creel, donde los jóvenes del pueblo solían jugar y beber cerveza.
Precisamente el lugar de donde provenían las detonaciones.
Alguien trató de retener a Bertha, pero la mujer se soltó y corrió enloquecida y cruzó las vías.
“No podía pensar bien en ese momento... cuántas cosas iba imaginando...
“Decía: ‘no, si le dispararon tiene que estar herido, tiene que estar herido’, pero corriendo me acordé que días antes había soñado que ‘La Línea’ mataba a mi hijo. No sé: lo soñé así”.
Bertha se lo comentó a Fernando y éste se rió: “Ay sí, ¿y por qué no te matan a ti?, ¿por qué a mí?”, dijo y luego se rió.
“Mira, no te creas”, le dijo el joven. “Si me muero antes que tú, vas a hacer una gran pachanga, ¿me entiendes?
“Mucha música”.
Y en eso, Bertha llegó al predio.
‘Hay un tendal de muertos’
En ese momento arribó también a Profortarah Javier Montañez, de 51 años, muy alto, casi albino, de ojos tan claros que debe usar gafas oscuras. Le dicen “El Güero Carrocero” por dedicarse desde hace 34 años a la hojalatería y a la guía de turistas.
Asombrado por las detonaciones, fue, echó un vistazo al sitio y contempló a la muchedumbre.
“N’ombre, hay un tendal de muertos”, dijo uno en ese momento.
“El Güero” prefirió resguardarse en su casa, pero a los minutos alguien le llamó por teléfono.
“¿Dónde está Tito?”, le preguntaron sobre su hijo, Luis Javier Montañez Carrasco, de 29 años, padre de dos pequeñas y que trabajaba con él en el taller y vendiendo autos usados.
“No sé, salió hace rato”, contestó el hombre, nervioso, anticipando la noticia.
“Fíjate que aquí está también...”, le dijeron. “Está muerto...”.
“El Güero” se demudó, se quitó las gafas oscuras y sus ojos verdes se llenaron de lágrimas.
“Pero... ¿cómo es posible?”, suspiró conmocionado.
Así se fueron enterando las familias de los 13 muertos.
Así empezó la noche en Creel el pasado 16 de agosto.
Mañana: Solos ante la muerte