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Destrucción creativa

Salvador Kalifa

El economista Joseph Schumpeter describió al capitalismo como un proceso de destrucción incesante de la estructura de producción vieja y la creación de una nueva. Este proceso, al que denominó de “destrucción creativa”, ha probado ser bueno para el mundo, pero es malo para las empresas y actividades que componen la “estructura vieja”.

Ello explica porqué los individuos que se consideran víctimas de este proceso usarán todos los medios a su alcance para evitarlo, incluyendo las presiones políticas.

Por ejemplo, los Luddites en el siglo XIX eran bandas de artesanos textiles ingleses que destruyeron telares y maquinaria textil para protestar los bajos salarios y el desempleo causado por la mecanización. ¿Qué habría ocurrido si hubieran tenido éxito?

Por lo general, los grupos que se ven amenazados por la “destrucción creativa” que proviene de la competencia del exterior o de una tecnología nueva, buscarán medidas de protección comercial, subsidios del gobierno, tratos impositivos favorables, bloqueo de la tecnología nueva, o cualquier otra forma de presión que los mantenga operando.

Sus protestas y reclamos incluyen, además, amenazas de que si las autoridades no actúan en favor de los sectores afectados habría despidos masivos o la quiebra de innumerables negocios. Estas son, por lo general, presiones muy convincentes para los políticos.

Una muestra reciente en nuestro país la tenemos en el ruido que ha causado la apertura comercial al maíz y el frijol, como parte de lo acordado hace más de 14 años en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN).

Es evidente en este caso que los factores políticos, más que los económicos, dominan el escenario, puesto que la desgravación arancelaria ha sido paulatina y comenzó desde hace más de una década. La apertura que se realiza este año implica, por tanto, un cambio relativamente pequeño para los productos afectados.

Esto, sin embargo, no evitó que aparecieran las presiones de las organizaciones campesinas para renegociar el capítulo agrícola dentro del TLCAN, lo que lamentablemente ven con simpatía algunos grupos políticos en nuestro país.

El problema es que no podemos obtener los beneficios de la nueva estructura económica que propicia la apertura comercial y la especialización, si nuestros políticos se dedican a proteger la vieja. Cuando ellos establecen medidas que protegen a los sectores débiles y tradicionales, así como a las tecnologías obsoletas, acaban por detener la marcha del progreso.

¿Porqué pugnar por producir dentro del país lo que puede comprarse más barato afuera? Una actitud de esa naturaleza condena a los habitantes de cualquier nación a niveles mediocres de bienestar.

La confusión nace desde el momento que se piensa que ese bienestar depende de cuánto vende su población, en vez de lo que pueden comprar sus habitantes. El nivel de vida mejora entre más bienes y servicios podamos adquirir con los mismos ingresos, y eso se logra con la apertura comercial.

El libre comercio, sin embargo, tiene la distinción de ser una de las ideas económicas más importantes pero también una de las menos intuitivas.

Se dice que Abraham Lincoln recibió la sugerencia de comprar rieles baratos en Inglaterra para terminar la vía del ferrocarril transcontinental. Él contestó: “Me parece que si compramos los rieles en Inglaterra, entonces nosotros obtenemos los rieles y ellos obtienen el dinero. Pero si fabricamos los rieles aquí, tenemos los rieles y nuestro dinero”.

Este es el razonamiento proteccionista más popular entre los políticos y el común de la gente de cualquier país. Por consiguiente, para entender los beneficios del comercio, debemos entender la falacia en este supuesto razonamiento económico.

Con un ejemplo quizá apreciemos su falla lógica: Si yo compro carne del carnicero, entonces yo obtengo la carne y el carnicero se queda con el dinero. Pero si yo crío y engordo una vaca en mi patio, entonces me quedo con la carne y mi dinero. ¿Por qué entonces no tengo una vaca en mi jardín?

Porque sería un desperdicio tremendo de tiempo y recursos, tiempo y recursos que puedo usar en hacer algo mucho más productivo, que me proporcionaría los suficientes ingresos para comprar la carne y, además, otros bienes y servicios.

La moraleja es que nuestro nivel de vida es alto porque somos capaces de concentrar nuestras tareas en lo que hacemos mejor y comerciamos por todo lo demás. La razón por la que comerciamos con otros es, precisamente, porque nos libera tiempo y recursos para dedicarlos a las cosas para las que somos más productivos.

El beneficio del intercambio comercial no tiene porqué ser diferente si un producto o servicio se origina en China, Alemania o Estados Unidos. Cruzamos una frontera política, pero las bases económicas no han cambiado en forma alguna. Los individuos y las empresas hacen negocios entre ellos porque mejora su bienestar. Eso es verdad para un trabajador en Chiapas, en Sonora, en Detroit, o en China.

El comercio nos permite especializarnos. La especialización es lo que nos hace productivos. La productividad nos hace ricos. Por consiguiente, la única forma conocida de aumentar el bienestar de la gente es mediante un incremento de la productividad.

La productividad, sin embargo, no puede crecer de manera sensible, si nos empeñamos en asignar ineficientemente nuestros recursos. Y eso es precisamente lo que haríamos si nuestras autoridades ceden ante las presiones de quienes pugnan por renegociar el TLCAN para mantener barreras comerciales al maíz y al frijol, así como para aislar de la competencia externa y la “destrucción creativa” a cualquier otro producto.

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