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Días de guardar

Addenda

Germán Froto y Madariaga

Aquéllos sí eran verdaderos días de guardar. Pocos pensaban en retirarse a la playa o al campo. Eran días de recogimiento y reflexión. Se vivía con intensidad la Pasión y Muerte del Señor.

Luego los tiempos cambiaron y la costumbre se tornó en vacacionar o de plano, entregarse al ocio. Las iglesias se ven vacías. Pocos asisten a la visita de los siete templos o a la prédica de las siete palabras.

Cuando mi abuela Chonita no venía a Torreón a pasar la Semana Santa, íbamos nosotros a Viesca para acompañarla en esos días. Esas festividades en los pueblos siempre son más atractivas que en las ciudades, salvo algunas excepciones en el mundo, como es el caso de ciertas ciudades españolas o Jerusalén.

A mí me gustaba ver la danza de los caballitos en honor a Santo Santiago, que era tradicional en Viesca. Me daba miedo la imagen del Santocristo, que estaba a la entrada de la iglesia, porque era un Cristo sangrante, el mismo que exponían el viernes santo, después de bajarlo de la cruz, pues tenía fuelles en las axilas y lo colocaban en una urna de cristal, para que el pueblo lo adorara.

Mi abuela nunca supo lo que me impresionaba aquella figura y como en aquel tiempo, las mujeres entraban por un lado a la iglesia y los hombres por otro, yo siempre me las ingeniaba para sacarle la vuelta al Cristo sin que ella me viera, porque ya sabía que el regaño iba a ser fuerte.

Acompañarla el viernes santo a la iglesia era un verdadero suplicio, pues no se podía uno mover de su lugar ni para ir al baño, menos salirse del templo a comprar golosinas.

Doña Chonita llegaba con sus nietos desde temprano y se posesionaba de su banca (porque ella había mandado hacer esa banca) y por tanto nadie podía sin su autorización sentarse ahí, lo cual a mí me parecía ignominioso. Estaba colocada a mero adelante y pobre de aquel que, sentado en esa banca, no se percatara de que ella había llegado, porque de un bastonazo lo paraba sin misericordia.

Las plañideras abundaban en aquel ritual de las siete palabras y ya he contado cómo un par de ellas, llegaban se apoltronaban en una banca y comenzaban a dormirse. De cuando en vez despertaban y una le preguntaba a la otra: “Comadre, en qué palabra vamos”. “Creo que en la cuarta”: “Ah, ta’ gueno”. Y seguían durmiendo. En un momento dado, una se despertaba y preguntaba: “¿En qué palabra vamos?”. “Creo que es la séptima, comadre”. “¿Enton´s ya lloramos?”. “Lloramos comadre”; y se soltaban a grito abierto llorando la muerte de Jesús.

Acabado todo el ritual, le preguntábamos a mi abuela si ya podíamos salir a la plaza a jugar, a lo que ella respondía con voz admonitoria: “Cállese, insensato, ¿no ve que el Señor está tendido?”. “Vaya a darle el pésame a la Virgen, ándele”.

Cuando llegábamos a su casa, a principios de la semana, todos los espejos estaban cubiertos con paños morados. Decía que era vanidad verse en ellos en los días santos.

El rosario diario era obligado, rodillas en tierra y cuidado de aquel que se quejara de esa postura. Malo cuando se le ocurría rezar el rosario de quince misterios, porque el suplicio era peor.

La fiesta de la Resurrección era rica en colorido, comida y dulces. Sobre todo estos últimos, pues mi abuela hacía cocada, compraban leches quemadas y charamuscas, además de la consabida capirotada.

Cero radio y cero cine. Televisión ni había, así que no la contábamos.

Pero las noches eran propicias para contar historias de espanto, de esas que abundan en los pueblos.

La Semana Santa se vivía con intensidad y verdadera devoción. Eran días de reflexión y recogimiento. A nadie se le ocurría proponer alguna diversión a riesgo de ser alcanzado por el golpe fulminante del bastón de la abuela.

Así fuimos educados y sobrevivimos a todas aquellas penitencias y castigos.

Había quejas, pero nadie repelaba abiertamente y menos se enfrentaba a los mayores para alejarse del rito.

La visita a los siete templos, el lavatorio de los pies y las siete palabras, eran obligadas sin chistar.

Pero ahora, nos hemos alejado tanto de Dios, que todavía tenemos el descaro de preguntar: “Por qué nuestra sociedad está tan descompuesta”.

Por lo demás, “Hasta que nos volvamos a encontrar, que Dios te guarde en la palma de Su mano”.

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