Hace cuarenta años México vivió una atrocidad. El 2 de octubre del 68 marcó al país, lo sacudió y abrió las puertas a un México más democrático. Terrible y dolorosa piedra de toque. La herida nunca sanará totalmente. Pero ha llegado el tiempo de digerir. Digerir en ningún momento supone enterrar el pasado o cesar en la búsqueda de justicia. Pero sí salir de las interpretaciones simplistas que se han convertido en un negocio político. El ánimo, no de justicia sino de venganza, envenenó al país. Ver tras las rejas a los responsables se convirtió en una obsesión, sin esa fotografía todo habría fracasado. La alternancia tenía la obligación de cortar cabezas. El cadalso público ya estaba montado y la multitud esperaba sangre. Eso se había prometido.
Cuando Fox llegó al poder una de las promesas centrales de campaña, buscar justicia sobre ese pasado, provocó una discusión muy interesante. Por un lado hubo quienes se inclinaron por la creación de una “Comisión de la Verdad” encargada precisamente de eso, de buscar una verdad histórica así no tuviera consecuencias jurídicas. Los riesgos de esa versión eran precisamente los de generar condenas ceñidas a la moral y no necesariamente a las normas. La otra versión era la de apegarse a la legalidad y proceder contra quien resultase responsable. Ganó ésta frente a la molestia de algunos. Se procedió a crear una Fiscalía Especial, una más en la larga lista de las que por cierto pocas han satisfecho el juicio previo que sobre los hechos ya tiene la opinión pública. Por ejemplo, el último fiscal especial para el caso Colosio, Luis Raúl González Pérez, después de una acuciosa labor concluyó que no había elementos para sustentar una confabulación. La teoría del asesino solitario pareció la más sólida. Por supuesto sus conclusiones resultaron inaceptables para quienes querían ver a Carlos Salinas tras las rejas. Esa versión vende mucho más que la de un pobre desequilibrado que dispara en contra el candidato.
El caso del 68 es más complejo. En primer lugar el régimen autoritario fue incapaz de convocar a un análisis objetivo, era juez y parte. Eso provocó que durante tres décadas el silencio abonara a favor de la especulación. En segundo lugar la cerrazón política facilitó a los detractores del régimen el camino, un Gobierno que seguía cometiendo atropellos era muestra del pasado de horror. En tercer lugar, y con razón, el 68 se convirtió en un símbolo de la escasa defensa de los derechos humanos que había en México. Cuarto, el más controvertido, la exageración pagó bien. El problema es que esa exageración creó una mitología indigerible para el país. Se medró con la sed de justicia y también de cadalso.
Regresemos a la Fiscalía Especial de inacabable nombre creada por Fox. En un acto vergonzoso la CNDH entregó una lista secreta, en sobre lacrado, de 74 “posibles responsables” que debían ser investigados. Curiosamente la CNDH tenía la obligación de dar a conocer los nombres, pero en ese caso guardó silencio. La expectativa creada durante décadas era la de ver a Echeverría, a Moya Palencia y a varios más enjaulados. Pero resulta que las leyes no daban para fincar responsabilidades. Los casos se le fueron desmoronando a una Fiscalía enferma. Se cayó así en aberraciones infrahumanas como las cometidas en contra del capitán De la Barreda a quien se le lanzaron 10 averiguaciones previas con sus respectivas órdenes de aprensión sin que ninguna prosperara (El Pequeño Inquisidor, Océano. 2008). Entregar una cabeza a la jauría y quizá terminar con un “perdone usted” pareció ser la estrategia. En el paroxismo persecutorio se lanzó el delito de genocidio como nueva arma contra Echeverría.
Que quede claro, no se trata de exculpar a nadie de antemano, pero si se decidió ir por la vía jurídica hay que ser congruentes. Muchos delitos habían prescrito y la idea de fincar responsabilidades en pirámide tampoco procedía. Además 30 años después la bola de nieve de la especulación había crecido sin medida. Se hablaba ya de miles de muertos y otro tanto de desaparecidos. Un muerto es una tragedia y 70 son setenta tragedias. Pero no es lo mismo hablar de ese número que de cientos o miles. No debió haber habido un solo muerto, pero si de verdad queremos digerir nuestra historia más vale que la pongamos en perspectiva, aunque se acabe el negocio de la especulación. Según testigos presenciales la cifra debe haber rondado por allí, 70 muertos.
Cada muerto es una tragedia, pero el futuro de México se merece una versión apegada a la realidad y no a los negocios políticos. Por poner un ejemplo, desde hace años existe un grupo de investigadores que indagan sobre los muertos y desaparecidos durante el franquismo. Hace unos días entregaron su más reciente reporte al presidente Rodríguez Zapatero con datos que avalan 150 mil víctimas. Por supuesto a la distancia la exigencia de justicia se basa más en datos históricos que en la posibilidad de fincar responsabilidades jurídicas. Quizá en México deberíamos seguir el ejemplo, si la búsqueda jurídica no prosperó e incluso se degradó en apetito de sangre, pues entonces por qué no intentar otra vía. Me manifesté en contra de la “Comisión de la Verdad” por miedo a los juicios morales. Me queda claro que el objetivo, conocer lo que ocurrió y digerir los hechos cualesquiera que hayan sido, ese objetivo no se ha cumplido.
Esa indagación debería ser hecha sin ánimo de lucro político, porque hemos llegado al cinismo de inventar muertos, como si eso trajera algún beneficio a México. ¿Qué van a hacer los que han lucrado con la exageración? Allí está el nudo.