Bajo el título de La dimensión desconocida, hace décadas se transmitía un programa de televisión cuyo mérito ficticio consistía en proponer situaciones que escapaban al conocimiento o la experiencia y, por lo mismo, semanalmente, a veces aterraba, a veces estimulaba a la imaginación y a veces nomás entretenía a los espectadores.
Hoy, el país protagoniza ese programa, pero viaja rumbo a una dimensión reconocida. Viaja en esa dirección, pero simula no saberlo porque, en el fondo, todo mundo conoce la ruta y el itinerario de la degradación política, moral y social que nos lleva a ese destino. Se mira esa realidad como espectadores, pero no como ciudadanos.
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Como si fueran los capítulos de una teleserie, semana a semana resurge algún problema o conflicto larvado mucho tiempo atrás y, luego, por la cantidad de lastres que se arrastran, ese problema o conflicto se ve desplazado por algún otro que, en su nueva expresión, parece más complejo.
La historia reciente del país es ésa. Un escándalo o conflicto sepulta temporalmente a otro y, en el juego de los reemplazos sucesivos, ninguno de esos problemas o conflictos encuentra solución. Sólo se acumulan, generando la impresión de un intenso vértigo que, en los hechos, significa un brutal estancamiento.
Ahora, por ejemplo, ya se comienza a comentar que el eventual fracaso gubernamental en su titubeante afán por reformar a Petróleos Mexicanos podría significar el término del sexenio, aun cuando éste ni siquiera cumpla sus dos primeros años.
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Lo peor de esta dinámica política –que en realidad es una estática– es que el país se ha ido a acostumbrando a ella.
Esa costumbre, sin embargo, es en extremo perniciosa. Justifica como destino el que país viaje rumbo a una crisis que, mientras no estalle, ni siquiera es preciso conjurarla. Así, se incurre en una perversión que, aun cuando cada vez deja ver más claros los signos de una terrible degradación política, moral y social, se tolera y se practica bajo la divisa del ni modo, así son las cosas y ni manera de cambiarlas.
En esa lógica, propia de las naciones que celebran más las derrotas que las victorias, los problemas sólo hay que acumularlos, pero no resolverlos; las denuncias penales o políticas sólo hay que hacerlas, sin reclamar necesariamente su castigo; a los sátrapas en el poder sólo hay que exhibirlos, renunciando de antemano a su deposición porque, después de todo, su daño concluirá al término de su mandato o representación; las reformas hay que plantearlas, pero sin empeñarse demasiado en realizarlas; las violaciones a la ley hay que tolerarlas porque actuar en consecuencia sólo agrava los problemas y mejor es negociar la ley; la inmoralidad y la corrupción no hay que ignorarla, pero tampoco hay que hacerse la ilusión de su condena.
Esa lógica, por lo demás, es plural. No importa si los protagonistas involucrados en las chapucerías, transas, abusos, zancadillas, cobardías, delitos o mentiras son de derecha, centro o izquierda porque el manto de la impunidad alcanza para cubrir a todos y, frecuentemente, a pesar de sus supuestas diferencias, esa pluralidad practica el juego de las complicidades para que nadie quede verdaderamente al descubierto.
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Así, a lo largo de las últimas décadas, a los jóvenes se les ha educado políticamente en la escuela de la corrupción, la frustración o la desesperación, dejándoles como puerta de salida el dogma de la transa, la religión, la violencia o, bien, del egoísmo ajeno a la conciencia social para que se las arreglen como puedan.
Hasta el cansancio se les ha enseñado que aquel que no forme parte ni participe de los monopolios de la política, la economía, la cultura, la industria, la educación o el sindicalismo muy poco tiene que hacer en el país. El país no es de la ciudadanía, sino de los integrantes de esos monopolios que obviamente tienen el más firme desinterés en abrirse. Quien no esté ahí que mejor le vaya buscando por dónde, sin desconocer que ese dónde lleva por nombre marginación, migración o frustración.
Son años de demostrarles que ni los acuerdos ni el diálogo existen, que la ley en el mejor de los casos es una aspiración a veces no muy bien hecha, que el derecho, frecuentemente, es un privilegio, que la alternancia es un asunto de turno, pero no de alternativa, que la arbitrariedad y el abuso son conquistas del poder sin límite, que la justicia es patrimonio de unos cuantos, que gobernar es imponer y oponerse es resistir sin proponer y mucho menos apoyar. La otra forma de oponerse es chantajear.
La única ventaja de ese extraño régimen de convivencia es que, sexenalmente, se le ofrece el paraíso a la ciudadanía: empleo, honestidad, oportunidades, solidaridad, cambio, apertura, desarrollo compartido y sustentable, igualdad, aunque primero vayan los pobres, e incluso simplificación fiscal... Ya después se les deja saber que, en México, los sexenios son por lo general de no más de dos años porque la ilusión trae fecha de caducidad, y el resto es flotar o naufragar en silencio con rumbo al desastre o a la frustración por venir.
Ya vendrá, luego, en la próxima elección, la rehabilitación de la esperanza ciudadana. Una terapia que, por lo demás, supone cada vez más un impresionante despilfarro de dinero, destinado a hacer trampas o impedirlas... pero, bueno, así son las democracias defectuosas.
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El mundo de la piratería, los diablitos, la mordida, las limosnas, el ambulantaje, los tragafuegos, el franelero, la “María”, los payasitos, la expropiación del espacio público o el delincuente desorganizado es el reflejo no pulido de un espejo igualmente inquietante.
El espejo de la adjudicación directa al cómplice; de la concesión por los servicios prestados en campaña; del convenio suscrito por el funcionario público con la familia; del protector del pederasta, vestido de traje o sotana; del funcionario o policía comprometido en el combate del competidor del cártel amigo; del gobernante católico entregado en cuerpo y presupuesto al cardenal; del revolucionario que milita tenazmente en las filas del conservadurismo; del ministro, legislador, consejero o gobernante que se eleva sin límite el sueldo, las prestaciones, los viáticos y los extras con plena conciencia de la difícil situación salarial de los trabajadores; del dirigente sindical que, seguro de la aplicación correcta de las cuotas, viaja en coche con nivel cinco de blindaje; del empresario que cuando la ley no le gusta mucho la tuerce, la brinca o nomás la ignora. Todo esto sin hablar del crimen mejor organizado.
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El problema del problema es que, como en otra ocasión se dijo, es el mismo problema. No hay nuevos problemas en el horizonte que pudieran revelar que un obstáculo se ha superado y, ahora, viene otro distinto. No, si se mira bien, el problema es siempre el mismo.
Y, así, aunque se vea que el país viaja a una dimensión desconocida, en realidad naufraga en una dimensión reconocida, pero frente a la cual se repiten una y otra vez los mismos vicios, pidiéndole a la ciudadanía limitarse a la condición de espectadores, mientras sus políticos y gobernantes se achican de más en más frente a la posibilidad de intentar conjurar la crisis que se perfila, desde años, en el horizonte.
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