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Discutir y decidir

Jesús Silva-Herzog Márquez

¿Qué es lo que vemos por la televisión? ¿Qué significado tiene este desfile de académicos y políticos que hablan del petróleo? Dirigentes de partido, historiadores, académicos, activistas exponiendo sus ideas sobre Pemex, la reforma calderonista y la expropiación cardenista; la Constitución y el futuro de la energía en el mundo. A través del canal del Congreso podemos ver las exposiciones de los expertos, las preguntas de los legisladores, el tímido asomo del debate. Los noticieros y los diarios cubren extensamente las exposiciones, destacando sus argumentos centrales. Faltan largas semanas del espectáculo. Apenas estamos en los primeros días de un maratón que algunos llaman didáctico y otros inútil. Creo que pueden ser las dos cosas: un valioso curso intensivo sobre la industria petrolera y las opciones de su reforma pero, al mismo tiempo, un ejercicio político infructuoso que difícilmente servirá para crear un acuerdo amplio para la reforma necesaria o para descubrir milagrosamente que todos estamos de acuerdo en un camino que nadie había visto antes.

Desde luego que aprenderemos mucho. No creo que terminen por disiparse los lugares comunes porque éstos, naturalmente, tendrán también micrófono. Pero será imposible quedar fuera de este diplomado público. El curso no solamente alumbrará la reforma energética. A través de ella, podrán cotejarse distintas perspectivas sobre la Constitución y la legalidad; sobre las responsabilidades de México frente a su historia, sobre el futuro y la relevancia de las experiencias internacionales. Al hablar del petróleo, los distintos actores políticos terminarán hablando sobre México y sobre sí mismos. ¿De dónde se alimenta una reforma? ¿Sirven las experiencias de otros países o nos bastan los orgullos de nuestra historia? ¿Somos únicos en el planeta? ¿Es sacrílego cambiar la Constitución en esta materia?

Aprenderemos de petróleo, aprenderemos también de los actores políticos y de los expertos. Creo, sin embargo, que la función de un Congreso no es organizar talleres didácticos. Se ha dicho que el espacio parlamentario debe ser el máximo foro deliberativo del país. Puede ser cierto, siempre y cuando no sea solamente eso: un teatro meramente discutidor. El Congreso no puede ser una universidad de la que todos somos alumnos. El Congreso debe ser un espacio de deliberación, pero también de decisión. Para lo primero, la organización de foros públicos, la comparecencia de funcionarios o de expertos puede ser muy valiosa. Los legisladores deben hacerse de la información necesaria para legislar bien. Así lo hacen los congresos de todo el mundo. Antes de producir una pieza legislativa relevante, se organizan foros, se invita a expertos, se celebran audiencias.

En todo caso, el propósito de estas charlas es claro: decidir tras la absorción de ideas, datos, experiencias y advertencias. Quiero decir con esto que el valor de los foros que se han abierto depende de su desembocadura legislativa y no de su viveza teatral: ¿servirán para promover las reformas necesarias o valdrán como nueva coartada de la siempre inviable decisión?

Que desfilen grandes personajes, que haya estupendas presentaciones, que la polémica levante chispas puede estar bien. Puede ser entretenido y, en algún aspecto es valioso. Pero el trabajo del Congreso mexicano no puede limitarse a esa función. Tras la discusión, debe haber decisión. Digo esto porque no sería éste el primer caso en que las ceremonias supuestamente deliberativas sirven para ocultar la incapacidad de la clase gobernante para hacer su trabajo y decidir. Algo, no creo que mucho, cambiará en la perspectiva de los actores políticos tras el desfile de las ponencias. Se adoptará una propuesta de allá, se cambiará tal nombre, será otro el sustantivo de alguna frase.

Mi impresión es que, después de la larga ceremonia, las posiciones estarán más o menos en el mismo sitio en que estaban antes. Es que tendemos a exagerar las posibilidades deliberativas en los foros parlamentarios. La queja cotidiana, la denuncia permanente a los legisladores es que “votan por consigna”. Se nos dice que es una aberración democrática la disciplina de partido y deberíamos tener diputados plenamente independientes, casi soberanos. La fantasía que cuelga tras estas denuncias es bastante obvia: legisladores sin compromiso político alguno que resuelven sus votos tras el examen imparcial de cada una de las posiciones en juego.

Esa imagen del Congreso forma parte de la historia y no parece muy sensato desear su restauración. Forma parte de un parlamentarismo de caballeros anterior al tiempo de los partidos modernos.

La deliberación de hoy tiene sede en los partidos políticos. Es ahí donde se entablan las discusiones relevantes y se fijan posturas. El espectáculo de la discusión parlamentaria termina siendo un teatro que apenas sirve para expresar posturas previamente definidas. El debate parlamentario no es, por lo tanto, propiamente un debate: no existe en principio la propensión para escuchar los argumentos del adversario y reconocer sus razones. Ése es el mismo problema que aqueja a los foros que se han organizado para hablar del petróleo. La flexibilidad de las posturas políticas es extremadamente baja.

Se escuchan los alegatos para ratificar creencias. En los foros no se escucha el ruido de los prejuicios que se desploman sino la jactancia de quien siempre encuentra lo que busca. Mi intuición es que el ejercicio del Senado servirá para demostrar la solidez de las ideologías por encima de la fuerza de las ideas.

Es que las ideologías sirven, como dice Kolakowski, para tener siempre razón: permiten absorber y descartar datos sin renunciar a ningún elemento de la doctrina.

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