El viernes 4 de abril falleció don Ildefonso Dávila del Bosque. Su paso por la vida discurrió discreto, nunca ignorado, jamás estéril. Fue una persona sencilla, modesta, franca y tranquila. Sus ojos, empequeñecidos por la constante lectura de miles de cedularios históricos, mantenían el brillo que denunciaba la inherente bondad de su espíritu. Hablaba en tono bajo, pero su sonrisa solía ser abierta y natural. Podía disgustarse, mas no se exaltaba. Su caballerosidad decía bien de la educación recibida de sus padres en la antigua Villa de Patos, donde nació en 1927. Era un espíritu ajeno a lo superfluo, reacio a cualquier tipo de vanidad y jamás le oí propalar, y mucho menos alardear de sus conocimientos y hallazgos archivísticos. Su vida fue feliz y transparente por una razón: hizo lo que más le gustaba, lo que mejor conocía.
Siempre trabajó entre documentos de todo tipo. Primero en el Servicio Postal Mexicano por 35 años y después en el Archivo Municipal de Saltillo un poco más de 27. En ambas casas de trabajo dejó un recuerdo imperecedero. Él y Carlos Valdés fueron a Sevilla y a otros sitios de España a investigar en sus riquísimos repositorios documentales la verdadera fecha de la fundación de Saltillo y encontraron documentos importantísimos de los cuales Carlos se ha ocupado en artículos y libros de su autoría.
La muerte sorprendió a don Poncho en Zamora, Michoacán, ciudad a la que anualmente viajaba para visitar a su hija Lourdes y a su familia durante el otoño y el invierno de cada año, tan crudos en Saltillo y tan templados en la tierra de don Lázaro Cárdenas; pero igual retornaba en la primavera y el verano a disfrutar el clima de nuestra ciudad. “Vivo en las antípodas a conveniencia” me dijo alguna vez con gesto complacido.
Tuve la suerte de convivir con don Ildefonso cuatro de los seis años en que fui director del Archivo Municipal de Saltillo. Iba a su oficina para disfrutar su charla amable y sus vastos conocimientos sobre la historia de nuestra ciudad capital. No pocas veces se puso colorado al cuestionarme, muy diplomáticamente, si no me estaría quitando el tiempo con su conversación; en realidad era yo quien lo distraía de su acucioso laborío.
Hablábamos de su tierra natal, General Cepeda, de sus leyendas y de su gente notable. Fue un sabio en el mejor sentido del humanismo y compartía sus conocimientos con generosidad. Siempre que recurrí a su privilegiada memoria jamás resulté desairado. Personas como él no deberían morir jamás.
Hoy le evoco como lo conocí y traté, en su oficina del Archivo Municipal, ante un escritorio sobre cuya superficie habían siempre folios e infolios de antigua factura, un par de lentes y varias lupas, lápices y plumas, algún marcador de textos; con los cuales se auxiliaba para descifrar a ciencia, paciencia y conciencia de buen paleógrafo, la compleja caligrafía de los documentos históricos con más o menos cuatro siglos de precedencia que él mismo trasladaba al castellano moderno, cifrándolos y archivándolos con el prolijo cuidado que requiere esa actividad.
Don Ildefonso dejó marcada su impronta en las obras de historia que investigó como Curador del Archivo Municipal, como los Catálogos de los fondos Presidencia Municipal, Jefatura Política, Protocolos, Testamentos, Decretos y Circulares; en libros de los que fue coautor con Carlos Valdés y otros historiadores, como Esclavos Negros en Saltillo, Los franceses en Saltillo y en el Norte de México, Documentos para la Historia de San Esteban de la Nueva Tlaxcala, La Alameda, paseo por sus orígenes, Fuentes para la historia indígena de Coahuila y Alcaldes de Saltillo.
En 1998 don Ildefonso fue distinguido con la presea del Archivo General de la Nación que recibió con su excepcional modestia. Ahora que se ha ido, vemos lo mucho que nos dejó y el poco reconocimiento que recibió a cambio. La autoridad municipal de Saltillo no fue capaz de publicar una condolencia oficial, ¿Enviaría acaso algunas flores? ¿Se haría presente un funcionario en el sepelio? No lo sabemos. Don Ildefonso murió como vivió: silencioso y austero, sencillo y respetuoso, discreto y feliz. La muerte lo sorprendió tranquilo. Y él se dejó llevar: sabía que iba al esperado reencuentro con su esposa, a la que tanto quería y añoraba...