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Don Roberto, el de Parras

Gilberto Serna

Lo imagino de niño, pantaloncillo corto, de pechera, con los píes desnudos chapoteando en el agua clara de un riachuelo que serpentea entre los nogales, contemplando el cielo con nubes enrojecidas por la luz crepuscular del atardecer. Los sapos huyendo a su paso entre los tojales, los caballitos del diablo volándole por encima, con sus cuatro alas sincronizadas o parados en una flor silvestre aledaña, con sus enormes ojos semejando escafandras de astronauta. A cada paso entre ensoñaciones, con mirada que todo lo abarca, notaba la fina telaraña, tejida para atrapar insectos, entre tallos de bejuco, largos y delgados. Sus cuatro pares de patas se apresuran para terminar antes de que las tinieblas se apoderen del lugar. Veía pasar por última vez en el día un diminuto colibrí que con su largo pico flotaba frente a las flores agitando sus alas sin moverse de lugar. Le gustaba lo poético de sus sinónimos: chupamirto o chuparrosa, que le había enseñado su profesora de primer año de párvulos.

Un graznido estridente y lúgubre le recordó a la lechuza que volando se posaba en una rama del encino cercano desde donde parecía mirar con sus grandes ojos brillantes, de iris amarillo, la maleza por donde se movía el mozuelo. Estaba inmóvil mirando fijamente sin parpadear, sumida en quien sabe qué profundos pensamientos. Eran otros tiempos, cuando el orgulloso pueblo bordado de fantasías, estaba compuesto por unas cuantas calles y la vitrola era el alma del pueblo. Al niño le gustaban las cerezas y las guindas, que tenían un sabor semejante aunque las primeras eran dulces y jugosas en tanto las otras eran ásperas, ácidas y desabridas. Ese fue el crisol donde obtuvo sus primeras experiencias. Era tan solo aprender de la naturaleza con exuberantes huertas, donde árboles frutales lucían llenos de esplendor. De grandes extensiones en que los sarmientos de la vida iniciaban su viaje hasta encontrar los racimos de uvas que le dieron nombre y prestancia a ese paraíso terrenal. El pájaro carpintero picoteaba algún tronco, de gruesa y corrugada corteza, en busca de insectos. El topo se desplazaba bajo la tierra, su pelaje proclamaba su necesidad de abrigo, había desarrollado un sexto sentido que lo hacía captar el ambiente en que se movía, donde reinaba la oscuridad. De vez en cuando abría un hoyo en la superficie por el que se asomaba al exterior, cubriéndolo después con la tierra que había desplazado del interior, cuyo túmulo era tan solicitado por las mujeres del pueblo para sus macetas de geranios.

Quizá el ser espiritual que bullía en su cuerpo fue en esos días que llegó a preguntarse si podría volar como lo hacía el águila que desde las alturas observaba lo que acontecía abajo con ojos escrutadores. El niño se había convertido en adolescente, leía con avidez todo libro o manuscrito que le caía en sus manos, mientras ayudaba a su progenitor en la tienda de abarrotes; su vocación se despertó en ese tiempo: sería periodista. Y lo ha sido desde entonces. Escribir es un arte que suele arraigarse en el alma de los predestinados. Escribir como lo ha venido haciendo durante largos años, siendo ya adulto, requiere de paciencia y entrega, como la araña teje su red con su boca, pero sobretodo con amor. Algo de nigromantes tienen los escritores que logran ver más allá de lo que hace el común de las gentes, como las muescas que deja el picamaderos escudriñando lo que se esconde detrás de una corteza, siempre se ha cuestionado al verle a dale y dale con el pico ¿no le dolerá la cabeza?. Es un buscador notable que en la oscuridad de una información avanza aún a tientas tratando de encontrar la verdad de las cosas. Estudioso de la conducta humana nada le es ajeno, comprendiendo sus miserias y sus egoísmos. Todo eso me produjo la lectura de su nuevo libro que contiene textos periodísticos, que resumen toda una vida de relatos hechos con su reconocido talento y amenidad, que lo descubren como un erudito de cepa.

En el capítulo de los personajes, que forman parte de su anecdotario, muestra la agilidad y destreza de su pluma para describir, con primorosa escritura, pasajes de una gran belleza y preciosura. En colaboración pasada he dicho muchos elogios de don Roberto, en aquella ocasión dije que es un relator de pasiones, que creció en un inmenso jardín que era toda Parras, oliendo a gardenias, que al preguntarme cuál es su gran mérito, por el que se ha ganado el respeto de quienes le conocen, apunté que el ser un esposo amoroso y un padre ejemplar, que su mayor gloria es sencillamente ser un cosmopolita cuyo pensamiento ha sabido romper ataduras y prejuicios. Ahora reitero esos conceptos. Poco tendría que agregar a lo expuesto en ese entonces y sin embargo hay tantas cosas que añadir. Quizá lo que más impacta, a los que lo tratan por primera vez, es la sencillez que emana de cada uno de los poros de su cuerpo y su don de gentes que lo enmarcan como el gran coahuilense que es. Mi congratulación de ahora es por un libro suyo, llegado a mis manos de manera fortuita. Hay que leerlo, pues además de ser una lección de vida, es un hermoso retrato de nuestro tiempo.

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