Nada peor para el presidente Calderón que la audacia. Nada tan insensato como la imaginación. Limitado por su pétreo sentido de lo posible, cercado por un estrechísimo círculo de fieles, atado por sus alianzas ha caminado ya el primer tercio de su Administración. Ha ejercido, más que como Poder Ejecutivo, como el primer diputado de la nación. Un legislador que entiende el Congreso, que conoce los procedimientos y los ritos parlamentarios, pero que no alcanza a levantar la vista más allá de la bancada contraria. Un diputado que sabe caer del lado de la votación mayoritaria. En ocasiones ha sido gestor talentoso de la legislación; en otros ha sido aplastado por la voluntad de una mayoría a la que no ha opuesto ninguna resistencia. En todos los casos ha celebrado con fiesta cualquier movimiento del Congreso. Parece un convencido de que lo importante es que la maquinaria legislativa se mueva -sea cual sea su dirección-. El larguísimo sexenio mexicano nos condena a cuatro años más de esta razonada defensa de la degradación llevadera. Evitando celosamente que nos golpee el cataclismo súbito, el segundo Gobierno panista acompaña el lento y constante declive de la nación.
Desde luego, la historia de estos dos años no se reduce a la timidez de un liderazgo, a las limitaciones de un equipo o el lastre de sus pactos. Las circunstancias han sido extraordinariamente hostiles. Nadie recordará una atmósfera política tan adversa como la que marcó la asunción del presidente Calderón, hace exactamente un año. Algunos apostaron a la interrupción del relevo institucional. Quisieron descarriar el ferrocarril de la continuidad republicana. La tensión llegó al máximo en la víspera del juramento presidencial. Esa tensión original no se ha desvanecido. El pluralismo mexicano fue pactado por tres fuerzas que empezaron a compartir el poder mientras reconocían las reglas de convivencia y a los árbitros. Ese pluralismo perdió uno de sus pies en la elección de 2006 y sigue cojeando por la desafiante semilealtad de uno de los protagonistas. Tampoco tenemos memoria de una alteración tan profunda del orden público como la que hemos visto en estos meses cubiertos de sangre. Hay que reconocer que Calderón dejó de ver la violencia criminal como una anécdota local, como nota propia de la página policiaca. Desde el primer día de su gestión reconoció la gravedad del problema y lo enfrentó como lo que es: un desafío a la seguridad nacional y por ello mismo, una amenaza a la viabilidad de México. Pero estos años no han sido simple despliegue de las “fuerzas del orden”. Han sido de una insospechada violencia y crueldad. Han mostrado también la profunda inserción del crimen dentro del poder estatal. La ebullición criminal no es solamente una explosión de violencia, es la exhibición de un poder gangrenado por el crimen, la muestra de un Estado corroído por dentro. Y la crisis que nos cae de fuera tiene también un calado excepcional. No habrá sido incubada aquí, pero nos golpeará con terrible dureza. Hasta hace poco, celebrábamos que habíamos borrado la experiencia de la crisis de las nuevas generaciones de mexicanos. El consuelo de nuestro mediocre crecimiento era siempre que no habíamos caído en los pozos de la crisis. Ese orgullo acaba de desaparecer. Quiero decir con esto que cualquier examen que quiera hacerse de la gestión de Felipe Calderón debe hacerse cargo del peso de estas circunstancias que implican el fin del pacto esencial entre las tres fuerzas nacionales; la ruptura del arreglo tácito con el crimen organizado y el erosivo retorno de la crisis económica.
Felipe Calderón ha encarado las condiciones más adversas que ningún presidente ha enfrentado en la historia reciente del país. Por supuesto que cada uno de sus antecesores recibió problemas, deudas, reclamos, desconfianzas, aprietos de muy diversa naturaleza. Pero aquellas crisis tenían confines más o menos precisos, mientras el aparato de poder se mantenía relativamente corpulento. La inflación se disparaba, pero el Gobierno estaba al mando del volante y los pedales. Las elecciones eran cuestionadas, pero el régimen mantenía su jefatura. Si encallábamos, el grupo gobernante podía tronar los dedos y aumentar de inmediato los impuestos. Nuestro presente es muy distinto. Los retos son más hondos mientras los instrumentos más débiles. El país hace crisis en muchos frentes y no tenemos mecanismos de respuesta. Nunca habíamos enfrentado crisis tan severas con poderes tan disminuidos.
Dentro de esas circunstancias excepcionales, la Administración de Felipe Calderón logró despegar en su primer año. Plantó cara a los chantajistas que quisieron impedir la asunción del poder presidencial; dio muestras de talento para hablar con el Congreso y se atrevió a nombrar la gravísima crisis de seguridad nacional. El arranque promisorio se detuvo en el segundo año. El pragmatismo se reveló más temeroso que diestro; la disciplina de su equipo empezó a ser disfuncional. La guerra declarada dejó de ser atractivo despliegue de valentía para propagar un denso sentimiento de inseguridad generalizada. El pesimismo vuelve a apoderarse de la emoción colectiva.
El primer tercio del Gobierno de Felipe Calderón se ha esfumado. Se han ido ya dos años. Adelante está una crisis económica que se agravará, una elección intermedia que lo debilitará y una guerra que seguirá esparciendo miedo. Audacia, la palabra prohibida en el vocabulario presidencial tendrá que aparecer si el Gobierno quiere recobrar iniciativa en los largos años que le quedan al frente del Gobierno.
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