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Dos Españas

Jaque mate

Sergio Sarmiento

“Una de las dos Españas ha de helarte el corazón”.

Antonio Machado

El 14 de abril de 1931 se declaró en España la segunda república. Un entusiasmo sin igual recorría el país. El rey Alfonso XIII había decidido dejar España ante los resultados adversos de las elecciones del 12 de abril. La dictadura de Miguel Primo de Rivera se desdibujaba en los recuerdos. Los sueños de libertad y democracia se alzaban como faros de un nuevo régimen político.

Cinco años después los sueños yacían en añicos por todo el territorio español. Una izquierda radical, empeñada en confiscar tierras e industrias, en abolir la propiedad, en saquear iglesias y perseguir a los religiosos, había abierto las puertas a una derecha igualmente radical, decidida a perseguir a los rojos hasta la muerte.

En este ambiente de intolerancia, el levantamiento militar de Francisco Franco en 1936 llevó a España a una guerra de enorme violencia. Franco fue financiado y respaldado por la Italia fascista y la Alemania nazi; los republicanos, aunque en menor medida, por la Unión Soviética. Al final todos los españoles fueron víctimas del conflicto.

Algunos grupos republicanos estaban más interesados en perseguir a sus rivales, también republicanos, que en hacer un frente común ante los fascistas. Los comunistas, por ejemplo, dedicaron buena parte de sus esfuerzos a atacar a los trotsquistas, como lo ha narrado George Orwell en su magnífico Homenaje a Cataluña. Con estas disputas facilitaron el triunfo franquista que se consumó el primero de abril de 1939.

Franco se mantuvo en el poder con poderes dictatoriales hasta su muerte el 20 de noviembre de 1975. Sólo entonces pudo renacer la democracia en el país. Para ello fue indispensable, sin embargo, el surgimiento de una generación de políticos –no, de estadistas— dispuestos a construir el futuro en vez de imponer sus posiciones o vengar los agravios del pasado. Juntos hicieron posible una transición a la democracia que hasta la fecha es ejemplo en el mundo.

El rey Juan Carlos I, a quien Franco hizo su heredero, no trató de preservar las instituciones de la dictadura sino de guiar a España a una democracia parlamentaria. Adolfo Suárez, el joven jefe de Gobierno nombrado por el rey en julio de 1976, provenía de la falange franquista, pero legalizó a los sindicatos independientes y a los partidos de izquierda ante la resistencia del Ejército y de la derecha. Bajo su mando se promulgó la Constitución de 1978, que establecía un régimen de libertades.

Santiago Carrillo, el secretario general del Partido Comunista, no abandonó sus convicciones personales, pero supo que debía aceptar una monarquía parlamentaria como paso indispensable para construir una España libre.

Felipe González exigió a su partido, el Socialista Obrero Español, abandonar los dogmas del marxismo y en los años de 1982 a 1996, cuando fue presidente del Gobierno, liberalizó la economía e integró a España a la Comunidad Económica Europea. Manuel Fraga, ministro de la Gobernación tras la muerte de Franco, participó en la redacción de la Constitución de 1978 y desempeñó un papel constructivo como jefe de la derecha, en la Oposición, durante los años ochenta.

Hoy, cuando los mexicanos nos vemos sumidos en una serie de absurdas batallas entre grupos políticos que buscan imponer su proyecto de nación y que rechazan el diálogo democrático, debemos volver la vista a la experiencia española.

¿Qué queremos realmente? ¿Un México que caiga en la violencia fratricida como la España de los treinta? ¿O una apertura democrática en la que participen todos los políticos para construir una nación de instituciones y prosperidad como lo es hoy España?

Nieto e hijo del exilio español, aprendí durante mi niñez a recordar el surgimiento de la segunda república, el 14 de julio de 1931, como un momento fundacional en un régimen que buscaba construir una mejor España. Pero hace mucho que debí aceptar que el radicalismo de algunos grupos dentro de la república tuvo su lógico corolario en la guerra civil y en la prolongada dictadura franquista. En la república faltó la tolerancia que permitió a la muerte de Franco edificar una democracia duradera y una gran prosperidad en España.

¿Qué México queremos ahora? ¿Uno en el que los grupos políticos busquen imponer por la fuerza sus proyectos y se enfrenten unos a otros? ¿O uno en el que las instituciones de la democracia permitan resolver las diferencias a través de los votos en las urnas y en el Congreso?

Tenemos en México, desafortunadamente, demasiados desplantes de intolerancia, como los que agobiaron a España en los años treinta. Son pocas las voces sensatas, dispuestas a ceder y resolver los problemas en las urnas, como las de aquella generación de políticos españoles que a la muerte de Franco permitieron construir una sola España y dejar atrás esas dos que antes desgarraban el corazón de los españoles.

OPINIÓN PÚBLICA

La opinión de los mexicanos sobre el presidente Felipe Calderón mejoró de manera significativa con su mensaje sobre la reforma energética, mientras que la toma de las tribunas de las cámaras del Congreso por el Frente Amplio Progresista hizo que empeorara la imagen de Andrés Manuel López Obrador. Esto es lo que nos señala, por lo menos, una encuesta telefónica de BGC, Ulises Beltrán y Asociados, dada a conocer este fin de semana. Es realista el senador Ricardo Monreal cuando dice que los partidos del FAP tendrán que pagar un costo político por la toma de las tribunas.

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