El auditorio entero es de Bob Dylan, el hombre con piel de lagarto. Desfigurado fantasma generacional que comanda una banda de pistoleros, más longevo que la capa geológica y más sabedor de voz ronca que cualquier otra cosa. Quieto, dueño de sí, se aferra al teclado y parece follárselo, en gesto de sombrero oculto, en delgada textura de Giacometti. Es pastor patilargo y parsimonioso más sabio que la huesuda misma. Es ángel inmaculado murmurando canciones negras en las orillas bajas del Styx.
Digamos que ese muchacho ha estado aquí desde siempre. Su legado en el siglo XX es toral, fecundo, y su poesía hecha música es significado y reclamo, eco de todas las voces ante la invasión del desasosiego como rasgo de nuestros días. Él ha estado aquí desde siempre. Desde el hervidero ideológico de la década de los sesenta –donde él comandó el viraje y el rompimiento de ataduras—, hasta casi cincuenta años después, el día de hoy, ya después de tantos sueños caídos por la borda, del choque civilizatorio y del fin de la historia. Aquí sigue Dylan aposentado frente a nosotros sin elegía de pedestal. Con la simpleza de siempre. Robot esquelético de bota picuda y pantalón entubado, que en total control disecciona el teclado como si fuera estuche de herramientas en un garaje sureño.
Y su canto es el mismo y su mensaje es el mismo y la realidad es la misma: somos piedras rodantes solitarias, desconocidas, y sin dirección a casa. En Mr. Tambourine Man la armónica de Bob Dylan no parece llorar porque no puede, pero termina llorando legados: la melancolía como esencia misma del Blues.
Precisamente resulta ahora un misterio cómo la suave melodía de la armónica Marine Band –por allá, a principios del siglo XX— comenzó a generalizarse en las cárceles y en los sembradíos de algodón estadounidenses. Un pequeño artefacto aferrado siempre al bolsillo, al alcance del tacto tibio, acompañante de soledades que cerraban los ojos debajo de cualquier sombra campestre. Justamente así, y sin que nos diéramos cuenta, Dylan ha sacado del bolsillo lentamente la armónica, y ha comenzado a soplarla con naturalidad pasmosa, desparramando migajas de generaciones perdidas para quien quiera agarrarlas.
Y, ante el resoplar de su armónica, resurge el fervor sesentero de las cabezas moviéndose, la nostalgia asociada a las obvias razones, y ese hombre que a mi lado se rasca las patillas encanecidas y crecidas, gritando ante al patetismo del celular que ha remplazado el mechero en el tiempo oscuro de los conciertos. Asistir a un concierto de Dylan es cápsula de tiempo hacia lejanas latitudes. El ayer junto al ahora, y en medio del todo la vida misma esfumándose rauda. Tal vez por ello, y misteriosamente, en el escenario se fragua espontánea la interacción de dos imágenes del concierto bajo el mando del piel de lagarto: la primera, la real y tangible, el grupo compacto que frente a nosotros va creando la música nota a nota; y la segunda, el reflejo mismo de la primera imagen, la legión de sombras de los músicos, proyectándose movedizas en la cortina negra del fondo.
Cada una de esas dos imágenes fascina por sí sola. La de Dylan y su banda es la sincronía de una campamocha dirigiendo los compases de un grupo de contrabandistas de la época de la prohibición. La de atrás, la de las sombras, es nebulosa y metáfora de lo intemporal, de lo que no llego a ser, del drama implícito en todo esto, y de Huracán Carter que se le impidió llegar a ser campeón del mundo. Son siluetas negras que también se detienen por instantes y que parecen tener ojos. Que se congelan. Y que acompañan a la sombra misma del pequeño artefacto que parece flotar en el aire acompañado de un brazo. Resurge entonces la armónica virtuosa, con aire de sembradío y liberación verdadera.
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