No hay fecha de la historia reciente que compita con el 11 de Septiembre de 2001 en presencia. Aquella mañana sigue viva en la memoria colectiva. Mucho se ha dicho y escrito sobre el significado y las consecuencias de aquellos atentados monstruosos. Recuerdo que Timothy Garton Ash se adelantó a decir entonces, apenas unas horas después de que las torres de Nueva York se derrumbaran, que había comenzado el siglo XXI. El terrorismo islámico inauguraba violentamente un capítulo de la historia del mundo. Hoy podría ponerse en duda ese juicio. Sin negar la importancia del terrorismo y el impacto de la lucha que ha emprendido el Gobierno norteamericano en su contra, puede decirse que hay otras transformaciones más relevantes en el mundo: el ascenso de China, la disminución del peso relativo de los Estados Unidos, las nuevas autocracias, las amenazas y riesgos inéditos. Sea como sea, las secuelas de la fecha que hemos recordado esta semana han sido innegables. Algunos destacarán sus efectos geopolíticos. Yo quisiera abordar el impacto que el terrorismo ha tenido en el debate liberal contemporáneo.
El antiliberalismo ha resurgido con bríos en el mundo occidental. El pretexto ha sido la lucha contra el terrorismo. Por una parte, se ha construido la teoría de que el armazón liberal es demasiado débil para detener a los extremistas que están dispuestos a dar su vida a cambio de la muerte de muchos. Por otra parte, se han ventilado críticas a la dureza e insensibilidad del liberalismo. Dos críticas que coinciden en la necesidad de responder a los retos del presente con instrumentos iliberales.
En el primer caso, se ha dicho que los baluartes de la libertad individual no pueden seguir vigentes cuando ha estallado una situación de emergencia. Bajo esta idea, los derechos humanos serían valiosos en condiciones normales, pero son un estorbo cuando hay que enfrentar enemigos decididos a la autoinmolación. La normativa internacional, las convenciones de derechos humanos, las garantías elementales de los detenidos son arrojadas al bote de basura. Si mantenemos intactos todos los recatos liberales, los desalmados nos harán volar por los cielos. No solamente se han atropellado de los derechos de quienes son señalados como terroristas, sino que se ha argumentado la lógica para hacerlo. Para los asesores del presidente norteamericano, la guerra contra el terrorismo no puede subordinarse a reglas inaplicables. No es que simplemente ha resurgido la tortura como política oficial, es que ha resurgido como filosofía oficial. Hace unos días, la candidata a vicepresidenta de los Estados Unidos se burlaba de sus adversarios en el Partido Demócrata: se preocupan más del derecho de audiencia de nuestros enemigos que de la necesidad de defendernos. Los derechos son inaplicables en este momento. Hermosos como ideales, pero suicidas como política.
La impaciencia no solamente ha intoxicado a la clase gobernante, sino también a un sector intelectual. Es notable que un liberal como Michael Ignatieff, biógrafo de Isaiah Berlin, hubiera seguido esa línea de argumentación en su libro sobre el mal menor. Estos tiempos, argumenta, no son para el dogmatismo liberal que entroniza los derechos humanos como si fueran el único valor en el mundo. Hay que darse cuenta de que en estos momentos, la seguridad es primero. La seguridad, escribió el intelectual y político canadiense, tendrá inevitablemente costos en el terreno de los derechos… y hay que pagarlos. Habrá que tomar ciertas provisiones, pero debemos aceptar que nuestra esfera de derechos resultará dañada. Y no se refiere a los fastidios en los aeropuertos, sino la pérdida de privacía e, incluso, la posibilidad de torturar. Me opongo a la tortura, pero creo que, en ciertos casos, podría funcionar y evitar un mal menor, dice.
Esta intranquilidad ante la fuerza destructora del terrorismo se desespera frente a la parsimonia liberal. Sus viejas reglas son vistas como parapeto de quienes se empeñan en una guerra contra “nosotros”. Es el viejo alegato de la cobardía liberal: la indecisión frente al enemigo. Hay otra línea de ataque al mundo liberal que ha ganado terreno tras aquel septiembre. No es la denuncia del liberalismo miedoso, sino el repudio al liberalismo insensible y cruel. Si por una parte, se retrata al liberal como un ingenuo que vela por los derechos de quien pretende aniquilarlo, por la otra, se le caricaturiza como un crítico despiadado, incapaz de sentir lo que el otro padece.
Este embate no surge de la impaciencia sino sensibilidad. La convivencia, nos dicen, no puede desarrollarse en una sociedad que permite la burla del otro. Vivir con otros implica el deber de moderar nuestros juicios y nuestras evaluaciones. La ofensa de la sátira se vuelve sustancia peligrosa que valdría proscribir. Mientras el impaciente niega los derechos del otro; el sensible está dispuesto a cancelar los derechos propios. No debo cuestionar las prácticas culturales del otro, no debo criticar su trato a las mujeres. Debo aceptar sus tradiciones. La autocensura lleva el nombre de la sensibilidad. En ambos casos, la negación de los derechos del otro y la abdicación de los derechos propios, el miedo gobierna.
La irrupción del terrorismo en la escena internacional ha dado, pues, munición al antiliberalismo contemporáneo. Unos ven el liberalismo como una política de la debilidad; otros ven en él la política de la discordia. Los aspadazos antiliberales alumbran claramente el valor de un proyecto que procura una sociedad segura frente a la arbitrariedad y madura para encarar sus desacuerdos.
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