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El absolutismo municipal

PERIFÉRICO

Arturo G. González

Si preguntáramos en la calle a cualquier persona cuál es el tipo de Gobierno que rige a nuestro país, seguramente la inmensa mayoría respondería que el democrático, muchos añadirían a su contestación el término republicano y algunos más incluirían el concepto federal. Y es que según la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, vivimos en una república democrática, representativa y federal. Pero ¿qué quiere decir esto? A grandes rasgos, que en México existe una división de poderes —Ejecutivo, Legislativo y Judicial—, que los gobernantes son elegidos por el pueblo para ser representantes del mismo, y que el Estado mexicano está conformado por la unión de distintas entidades federativas, las cuales, a su vez, están divididas en unidades más pequeñas llamadas municipios.

Son lugares comunes de los políticos dichos como el que la fortaleza del Estado mexicano radica en la real división de poderes, que el sustento de la democracia está en la representatividad de los ciudadanos en las instituciones a través de los gobernantes elegidos, y que la base del federalismo son los municipios. Y estas ideas se han repetido hasta el cansancio sin más reflexión que la establecida en un libro de texto oficial de primaria, y desde que el PRI mantenía en México lo que el escritor peruano Mario Vargas Llosa llamó la “dictadura perfecta” y el historiador mexicano Enrique Krauze, la “presidencia imperial”.

En el México de la alternancia algunas cosas han cambiado, pero muchas otras no. Entre estas últimas se encuentra la del divorcio del discurso oficial con la realidad nacional. Las mentiras completas y las verdades a medias siguen encontrando eco en las estridentes voces de los que gobiernan, y resonando en los aturdidos oídos de la población. Una de esas falacias es la democracia representativa y el republicanismo de los municipios, en donde, contrario a esos conceptos, los alcaldes gozan de un poder casi absoluto y pueden intervenir en prácticamente todos los ámbitos de la vida pública de las ciudades y sus entornos inmediatos, sin vigilancia ni sanción efectivas desde las instituciones locales.

Si observamos lo que ocurre en Torreón, podremos darnos cuenta que la democracia es muy limitada en los municipios y que no existe la representación ni la división de poderes, ni siquiera en la simulación.

El presidente municipal, como cualquier titular de Poder Ejecutivo, tiene la facultad de nombrar a sus directores y secretarios, es decir, su Gabinete. Hasta aquí nada extraño. Pero resulta que en el ayuntamiento ocurre lo que no sucede —al menos no institucionalmente— en los otros dos niveles de Gobierno, el Estatal y el Federal. El alcalde, a diferencia del gobernador y del presidente de la República, llega al poder con una automática mayoría absoluta en el órgano legislativo, el Cabildo, ya que los 10 regidores y el síndico de su partido no son elegidos directamente por los ciudadanos, sino impuestos por él. Es decir, en el municipio el Poder Legislativo está subordinado al Ejecutivo al grado de que aquél no es más que una caja de resonancia de lo que éste propone y dispone. El “mayoriteo” es la constante en el Cabildo.

Aunque esta situación de subordinación suele darse también en el Congreso Estatal y, desde los años 90, cada vez en menor medida en el de la Unión, hay una diferencia sustancial; la mayoría de los diputados locales y federales sí son votados directamente por el electorado, por lo que, aunque sea sólo en teoría, tienen representatividad popular, cosa que no sucede con los regidores, quienes legalmente llegan a sus cargos de la mano de su patrón, el alcalde.

Pero el presidente municipal no sólo controla a los órganos Ejecutivo y Legislativo del ayuntamiento, sino también al Judicial. El presidente del Tribunal de Justicia Municipal es propuesto por el alcalde y designado por el Cabildo controlado por él mismo. En este contexto no se entiende cómo puede el Tribunal contar con “personalidad propia y libertad para cumplir con los fines, obligaciones, facultades y atribuciones”, como lo establece el Reglamento Municipal de Justicia, mucho menos cuando se trata de una queja presentada contra una acción de cualquiera de los ediles o demás funcionarios del ayuntamiento, o de una denuncia contra amigos o familiares del alcalde.

Como puede verse, el poder del presidente municipal parece el de un reyezuelo o señor feudal en donde su palabra prácticamente no encuentra resistencia en institución alguna del ámbito local, y en donde la participación y el derecho del ciudadano se agotan en el sufragio. Cualquier atropello o decisión equivocada de la máxima autoridad de la ciudad no puede tener oposición en el ámbito de la misma; el afectado, por mucha razón que tenga, deberá acudir a instancias supramunicipales si quiere que su inconformidad prospere.

En resumen, la ciudadanía no tiene manera de confrontar institucionalmente al alcalde y a su Gobierno absoluto en el nivel más básico del Estado mexicano, pues siempre las llevará de perder y su voz, si desagrada, será sencillamente desoída, tal y como ocurre hoy en Torreón, en donde la movilización es la única forma de hacerse escuchar.

Dicho todo lo anterior, queda más que claro que urge una reforma constitucional que acabe con este poder casi ilimitado de los alcaldes y transforme al municipio en una entidad realmente republicana y democrática.

argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx

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