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El altar

Federico Reyes Heroles

Es un síndrome nacional. Se explica en parte por los bajos niveles educativos, por la reciente y abrupta urbanización, por la pobreza y miseria que disminuyen, pero no desaparecen, por la juventud de la población, también por que creemos ser diferentes y tener suerte. Explicaciones hay muchas, por ejemplo nuestra extraña relación con la muerte que tanto material ha dado para la mitología de lo mexicano: hacemos calaveras y bromeamos con “La Calaca”. También por ese impulso que tanto admiran los extranjeros de vivir el hoy intensamente sin preocuparse demasiado por el mañana. Por cierto lo admiran, pero su conducción personal y nacional con frecuencia es totalmente diferente. Un sueco estaría muy preocupado de que su país adoptara esas costumbres. En principio suena muy bien como expresión de un “existencialismo azteca”: “si me han de matar mañana que me maten de una vez”. El hecho es que hemos construido un altar a la irresponsabilidad.

Cuando te toca te toca, es cierto, pero más vale buscar el caminito para que no te toque. Más allá del folclor hay datos sobre la muy débil cultura de la previsión en México, por ejemplo ausencia de una costumbre del seguro, seguros médicos, seguros personales o simplemente los seguros de automóvil que siguen siendo optativos, es dramático. Cada accidente, cada enfermedad que pega a una familia no asegurada la empobrece. El desconocimiento generalizado sobre el problema de pensiones es un claro ejemplo: sólo un suicida se opone a fortalecer su propia pensión. Que cada quien haga con su vida lo que quiera, el problema es que la conducción y la marcha de una nación de más de 105 millones de habitantes no puede guiarse por ese culto, por ese altar a la irresponsabilidad. La teoría de la excepcionalidad que tanto nos gusta, México es diferente, aquí no pasan esas cosas, se viene al piso.

Hoy sabemos que la muerte de varios funcionarios federales incluido el secretario de Gobernación y el hombre con mayor experiencia en el combate al narcotráfico fue producto de la negligencia. Pilotos incapaces, empresas fantasmas de servicios aéreos, las prisas, todo junto provocó la tragedia. Cimbró al país. Pero las cifras son las cifras. En los últimos veinticinco años han muerto tres secretarios de estado en funciones, uno por enfermedad y dos por accidente aéreo. Hemos tenido un magnicidio, es decir el récord mexicano no es tan bueno. Si a ello agregamos por ejemplo la muerte del anterior gobernador de Colima o los incidentes en los cuales han estado a punto de perder la vida otros funcionarios como Melquíades Morales ex gobernador de Puebla, más la caída de un helicóptero del Estado Mayor presidencial, pues resulta que el expediente es delicado.

López Portillo compró dos aviones 727 usados que fueron adaptados para viajes intercontinentales, pero sólo se les hicieron las adaptaciones de combustible no de instrumentos de navegación. Por lo tanto requerían de auxilios para ese tipo de trayectos. De la Madrid estuvo a punto de matarse rodeado de funcionarios de altísimo nivel al despegar en una de esas carcachas en Cozumel. Allí se decidió comprar el actual 757, el TP 01, que ya tiene más de 20 años de uso. Cuando De la Madrid decidió la compra le llovieron críticas. Si a la crítica fácil y al populismo irresponsable le sumamos la necesidad del presidente y de los altos funcionarios de recorrer el país sistemáticamente, pues nos encontramos ante una encrucijada: necesitamos esa movilidad, esa presencia en todas partes de todo el mundo, pues entonces hay que pagarla.

Pero lo que más preocupa no es la alta movilidad en un país de cielos complicados, eso se puede solucionar técnicamente. El Estado Mayor Presidencial es un cuerpo muy profesional. El verdadero problema es la irresponsabilidad de los señores legisladores para encontrar fórmulas jurídicas que atajen el riesgo. Basta leer el Artículo 84 constitucional para no dormir tranquilo. He tratado el tema en varias ocasiones desde hace años. Permítame el lector insistir. En caso de “falta absoluta” del presidente de la República lo que nos espera es un auténtico laberinto jurídico que deposita la decisión en el Legislativo y que, en el peor de los escenarios, podría terminar en la designación de dos presidentes previos, provisional e interino, al definitivo que llegaría por vía de elecciones en un plazo no mayor a diez y ocho meses. Pero también existe el presidente sustituto que es el encargado de terminar el periodo si la “falta” ocurre en los últimos cuatro años. La fórmula reposa en el acuerdo de las fracciones legislativas, alude al Colegio Electoral que en teoría dejó de existir al crearse el IFE como encargado de las designaciones que también pasan por una votación secreta.

Imagine el lector por un momento la incertidumbre que se generaría en un caso así. ¿Quién sale ganando? ¿Quién ganó en el caso de Colosio? Paradójicamente entre mayor sea la incertidumbre mayor es el incentivo para pensar en maldades. Si el país tuviera un mecanismo de sustitución automática el incentivo se reduciría. Fórmulas hay muchas, las más sencillas el presidente designado y por supuesto el vicepresidente, figura que en México sigue provocando resquemor por puros atavismos históricos. Sé que hablar de estos temas es pisar un terreno escabroso, pero garantizar institucionalidad a los mexicanos no permite seguir razonando con cotos. Es como ir a comprar un seguro, deseamos no usarlo, pero el día que la necesidad se presenta agradecemos la previsión. No olvidemos que estamos en guerra. Que la tragedia de hace dos semanas sirva de algo. Reflexionemos.

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