Era chapeado, fortachón y sobresalía por su estatura entre los otros niños del kinder. -¿Tú eres la nueva?- Preguntó antes de darme severo pisotón.
Lloriqueaba yo en un rincón cuando se acercó otro chiquito: Yo soy protector de las mujeres -me dijo- y su mirada azul era dulce y consoladora: Dejé de llorar y de su mano me integré de nuevo al grupo. Por el camino de los años la mirada azul volvió a encontrarme: -Sufrí cuando no volviste más al kinder porque yo estaba enamorado de ti- me dijo; y yo no me atreví a confesarle que yo a mi vez me había enamorado del chapeado fortachón.
Sin hermanos varones y entre niñas y monjas lo único que sabía de los hombres es que eran portadores de un mal que podía conducirnos al infierno, aunque no había mayor riesgo ya que niños y niñas habitábamos en mundos diferentes.
Cursaríamos ya el sexto año cuando mis amigas y yo comenzamos a mirar con atención a los alumnos de una secundaria que quedaba al paso del autobús del colegio: -yo quiero aquél, yo el del copete, –escogíamos- hasta que en una tardeada después de dos o tres cocacolas, el del copete me preguntó: ¿Quieres ser mi novia? Yo por supuesto quería responder ¡Yes¡ ¡yes! ¡yes¡, pero para no parecer mujer fácil respondí: -déjame pensarlo. “Una vez que consiguen lo que quieren te abandonan”, solían decir las mujeres de mi familia, y yo nada de darle el sí hasta que la oscuridad del cine; mientras Pedro Infante cantaba Amorcito Corazón el suspirante me besó y su beso provocó dentro de mí un vuelo de palomas, un caudaloso torrente, la primavera florida…
Dos o tres semanas después, el copetón se hizo novio de otra niña, pero una vez probado el sortilegio de los besos, no había regreso. A la voz suculenta de Nat King Cole “Si pudiera expresarte lo que es de inmenso/ en el fondo de mi corazón/ mi amor por ti…” bailé de cachetito y besé a varios sapos –o al menos eso opinaba mi padre- hasta que apareció una vez más el chiquillo de la mirada azul, quien para entonces ya era un joven que llenaba muy bien las expectativas de papá.
No se descuidó ningún detalle en la preparación de la boda. El novio era muy guapo y el traje de la novia era un primor. Nos casamos, fuimos muy felices y colorín colorado ese cuento se acabó; y comenzó la cruda realidad. Ambos sin experiencia más allá de los besos y manos exploradoras, la luna no fue de pura miel. Después, la opción entre todos los hijos que Dios quiera o el ritmo; tampoco ayudó a mejorar nuestra vida amorosa.
Por entonces los hippies proclamaron “Amor y Paz” y el mundo dio un giro de noventa grados aunque los hombres seguían exigiendo lo que no estaban dispuestos a dar; novias vírgenes y esposas castas.
Con el destape de los setenta me entusiasmó el feminismo, me atreví con la píldora anticonceptiva, usé las faldas muy mini y provoqué serios disgustos al de la mirada azul luciendo mi hermoso cuerpo en bikini. Con la abolición de la Epístola de Melchor Ocampo las parejas entraron en crisis y muchos matrimonios sucumbimos.
Para los ochenta las jóvenes conquistaron el derecho del orgasmo y en las películas las parejas empezaron a copular en lugares tan incómodos como las mesas de cocina o los baños de los aviones. En franco proceso de actualización, leí el informe de Kinsey, el Kamasutra; y encontré a alguien que provocó dentro de mí un vuelo de palomas, un caudaloso torrente, la primavera florida.
Me tragué mis prejuicios y le pedí su mano. Déjame pensarlo -dijo- y le di cinco minutos. Según papá era un sapo, pero al besarlo lo convertí en un príncipe. La boda fue muy sencilla, pero la luna fue pura miel.
Después llegó el Sida, la educación sexual se hizo obligatoria y hoy los chiquillos me sonrojan cuando hablan con toda naturalidad de penes y vaginas. Les cuento esta historia de desencuentros por el Día del Amor, pero yo no estoy de humor. Mi menordomo se largó y en la tarea de limpiar cocinas y baños no hay poesía.
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