La revista Time hizo lo predecible: colocó a Barack Obama, presidente electo de los Estados Unidos en la portada de su edición más reciente, nombrándolo algo así como el ente del año. No es el hombre del año porque eso sería sexista. No es meramente el humano del año porque la revista ha colocado también en ese sitio a la computadora o al planeta Tierra. El demócrata no solamente desbancó a otros políticos sino también a algunos cuerpos celestes, otras especies y a un par de inventos. El hecho es que, siguiendo una larga tradición, la revista ha hecho del triunfador de la elección presidencial en los Estados Unidos, el ganador de ese cambiante e indefinible título. La imagen de la revista es una adaptación del famoso cartel de campaña, un guiño para celebrar el reencuentro de la creatividad artística y la política norteamericana. El semanario invitó a Shepard Fairey, el diseñador de la pancarta oficial para reinterpretar la estampa para su portada. El hecho tiene significado porque esa imagen elemental que parece marcada por la vieja técnica del esténcil, incorporando una expresividad callejera y contestataria con un aire novedoso y, al mismo tiempo arcaico, refleja la capacidad de la campaña de Obama para hacerse de buenos símbolos, rodearse de grandes talentos e inspirar a otros.
La revista ha dado sus razones para nombrar a Obama el personaje del año. No se trata de una elección particularmente polémica, el hombre ha dominado la escena norteamericana y mundial durante todo el año. Escriben los editores de Time: “azotó la escena norteamericana como un trueno, puso boca abajo nuestra política, sacudió décadas de entendidos y superó siglos de jerarquización social. Entendiblemente, se pensará que Obama está en la portada por estas grandes y deslumbrantes razones: por guiar al país a través de un símbolo tan trascendente, por inyectarle una nueva intensidad de participación a nuestra democracia; por enseñarle al mundo y a nosotros mismos, que nuestro mito más entrañable —el de la oportunidad infinita— sigue teniendo jugo abundante.” Pero eso no es todo. No solamente encendió la llama del entusiasmo político. También está preparándose con inteligencia, prudencia y un gran sentido de realidad para gobernar eficazmente.
Éste ha sido, en efecto, el año de Barack Obama. A lo largo de los meses, fue hilvanando una sorprendente lista de impensables. Primero derrotó la maquinaria más poderosa dentro de su partido. Venció a la pareja del poder y se hizo de la candidatura del Partido Demócrata. Se conectó con millones de ciudadanos que habían vivido fuera del circuito electoral. Organizó un ejército de voluntarios y amasó una fortuna a partir de pequeñas contribuciones. Armó una campaña impecable, en donde resulta difícil encontrar el asomo del error. Enfrentó a los republicanos, resistió sus embates y los venció en la elección de noviembre. Y desde entonces, ha iniciado una transformación notable: la retórica idealista ha dado paso a un denso y ordenado plan de acción para enfrentar la severa crisis económica y atender los desafíos del momento. El equipo que forma ha decepcionado ya a quienes imaginaban al radical viviendo en la Casa Blanca, pero ha demostrado la extraña —y envidiable, viéndolo desde México—, capacidad de un gobernante para rodearse de figuras de peso y no con su pequeña camarilla. El futuro presidente de Estados Unidos no teme, como tanto teme el nuestro, la compañía del talento.
La perspicacia política de Obama se finca, a mi entender en la capacidad para moderar, dentro de sí, impulsos políticamente contradictorios. Si bien es ostensiblemente un personaje que encarna una identidad negada, una comunidad históricamente humillada y marginada, Obama ha sabido expresar esa identidad, sin ostentaciones. Su política es, por ello, intensamente simbólica, pero también lo es sutilmente. No rechaza ser el emblema que muchos ansían, pero ha mantenido distancia de la política identitaria, aquella que sólo tiene ojos, propuesta y lenguaje para los propios. La notable capacidad para entender la experiencia de la humillación y el rencor no le impone un lente deformante, no constriñe su agenda, no lo marca con obsesiones. El símbolo reverenciado no se vuelve, por ello, presa de sus idólatras.
La segunda mesura es la de su idealismo. Pocos actores políticos en los Estados Unidos se han atrevido a elaborar las expectativas de cambio que Obama cultivó en su discurso. Una prédica que enlaza al votante con grandes y vagas causas políticas, económicas, morales. El llamado al gran cambio de contornos imprecisos que conmueve y moviliza. Pero el orador romano es también un organizador de pizarrón, un administrador de cabeza clara que elabora un diagnóstico complejo en esquemas claros y receta listas de acción concreta. Parábolas y programas.
De ahí que ofrezca a los norteamericanos un valioso —y también envidiable— cuadro de evaluación política de su Gobierno: Dentro de unos años podrán preguntarnos: ¿hemos contribuido a la recuperación económica en la peor crisis financiera desde la Gran Depresión? ¿Hemos instituido regulaciones para impedir la repetición? ¿Hemos creado buenos empleos? ¿Hemos abaratado el costo de la seguridad social, hemos expandido su cobertura? ¿Hemos iniciado el cambio energético? ¿Hemos revitalizado la escuela pública? ¿Hemos cerrado la prisión de Guantánamo responsablemente, hemos terminado definitivamente con la tortura? ¿Hemos equilibrado la exigencia de seguridad con los dictados de la Constitución? ¿Hemos reconstruido nuestras alianzas en el mundo?
Esos son los grandes retos del presidente Obama. Si su campaña tuvo obstáculos gigantescos, los que se le presentan ahora son aún mayores.
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