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El baile del sentido común

Jesús Silva-Herzog Márquez

La subversión más profunda del discurso público mexicano sería una inyección del sentido común. Nos hemos encargado de cerrarle el paso a ese sentido para llenarnos la boca y los oídos de evasivas y fingimientos, para volver normal y tolerable la palabra hueca y el lenguaje muerto. El cuadro que nos ofrecen los ojos es maquillado de inmediato, para ajustarse a la marea de las modas. Los lugares comunes de lo políticamente correcto, las palabras desgastadas de la grandilocuencia y la perorata pontificante nos inundan. La atmósfera que respiramos se vuelve francamente asfixiante: imposible encontrar aire fresco entre las solemnidades de los que gobiernan y la prosopopeya de quienes se oponen. Si las ideas circundantes contrastan, entonan casi todas en la misma clave. Húmedos homenajes a la patria diamantina, gritos de alarma por la inminente catástrofe, afectadas ofrendas a los tópicos de moda.

La recuperación del sentido común tiene un ángulo necesario, tal vez involuntariamente, humorístico. Constatar la ridiculez del entorno, exhibir el contraste entre la expectativa y la experiencia, retratar nuestra fisonomía caricaturesca arranca risas. Pero en ese ánimo de desnudar nuestra contradicción hay una vocación crítica que bien podría llamarse filosófica: ver el mundo sin las escamas de lo ya dicho, acercarse a la realidad con el auxilio solitario de la inteligencia, en combate abierto con las verdades recibidas. Dicen que William James no encontraba diferencia entre el sentido común y el sentido del humor: son lo mismo, con la única diferencia de que el sentido común camina y el sentido del humor baila. El sentido del humor es una sensatez danzante.

No baila mucho el sentido común en México. Aterrados por la posibilidad de llevar mal el ritmo o dar un mal paso, estamos repletos de rodeos y ambigüedades, de engaños y adornos. Los empalagos de nuestra cultura patriotera convierten ese flechazo crítico que hay en el humor en un ímpetu extranjero, es decir, sospechoso. Su disposición burlona parece infamante; su ironía ofende. Los circunspectos dirán que el humor no es más que un entretenimiento; un desahogo divertido y trivial. Bromas que se agotan en la carcajada, pero que en nada ayudan a comprendernos. Se olvida que en todo pellizco humorístico se esconde un retrato y una denuncia.

La ausencia de Jorge Ibargüengoitia —que en estos días habría cumplido 80 años— subraya la ausencia o, por lo menos la escasez de un impulso danzarín en nuestra crítica. Cuánto nos falta ese ánimo de ver las contrahechuras de México sin el afán de construir un alegato científico, sin la avidez de servir a un partido o la pretensión de inventarse una Misión Histórica. El paisaje cultural de México sigue lleno de salvapatrias y oportunistas; de furiosos y cursis (y también de algunos cursis furiosos), de persignados y “comecuras”; de tramposos y conformes. Y no hay quien les tome la foto. Ahora habrá otros personajes, distintos a los del México de los años setenta, pero lo que no tenemos es la pluma que los retrate en su ridículo esplendor. Y, cosa peor, en nuestro señudo debate no encontramos la pauta oxigenante de la risa.

La frescura de Ibargüengoitia no se explica por la congelación de México. No pretendo decir que todo está igual que hace veinticinco años, que releer Las autopsias rápidas es ver lo que hay detrás de la ventana. Leer a Ibargüengoitia hoy es reencontrarse con un país extinto en las superficies de lo política e idéntico en las honduras de lo cultural. Al preparar su artículo de Excélsior en verano del 76 —justamente a la víspera de la elección que tuvo a José López Portillo como candidato único— Ibargüengoitia anotaba: “el domingo son las elecciones, ¡qué emocionante!, ¿quién ganará? Pocas caricaturas tan certeras de aquel México de partido único como esas estampas campechanas y contundentes que fue soltando en sus colaboraciones periodísticas. Y, al mismo tiempo que retrata esa política finalmente ida, el autor de Los relámpagos de agosto, capta también la cara de nuestras perpetuidades.

Al exhibir los absurdos de nuestra historia oficial, los misterios de nuestra simulación democrática, los embrollos de la burocracia o los penosos afectos de nuestras costumbres, Ibargüengoitia contribuyó como nadie a revelar el rasgo más antipático de México: su solemnidad. Ibargüengoitia escribía sin la pretensión del especialista, admitiendo que no tenía en la mano todos los pelos de la mula. Así, desde la conjetura, la anécdota, la divagación, desmigaja los asuntos nacionales, desde la torta caliente de pavo hasta las ceremonias priistas, pasando por la extraña costumbre de llamar al lugar donde vivimos, “la humilde casa de usted”. Lo más agradecible de estas aventuras por las selvas de lo familiar es la pródiga dispersión de su crítica. Ibargüengoitia no se ensaña con su blanco. Se burla del poder y sus ritos, pero también de la gente y sus protocolos. Se ríe de los cuentos oficiales, sin oponerle a esos ritos la autenticidad de los mitos populares.

Nuestra solemnidad —sea política o doméstica— refleja los modales de nuestra cultura idolátrica. Manía de trepar monos a un pedestal para rendirles sentido homenaje. Los bailes de Ibargüengoitia exhiben esas absurdas y ridículas adoraciones. Ríamonos ya de esa estúpida tendencia de venerar caciques o vírgenes; héroes o patrias. Ríamonos de los salvadores y sus disparates; de la política y su impotencia. La burla no sugiere ningún ídolo de reemplazo. Vendrá de ahí, quizá, el enorme gozo de ese sentido común que nos es tan urgente: sólo sobrevive México quien aprende a reírse de él.

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