Escena de la película Canoa del director Felipe Cazals.
Felipe Cazals es de los que se niegan a abandonar el set de filmación.
En la sombra, los toreros añoran el traje de luces. Los boxeadores no se resignan a colgar los guantes. Y los cineastas, como Felipe Cazals, se niegan a abandonar el set.
“Vuelvo porque esto es un veneno infernal. El cine es una enfermedad mortal”, dice el hombre de 70 años, que luce una camisa verde militar y una gorra negra con la leyenda bordada Su Alteza Serenísima, misma que ya hubiera querido Antonio López de Santa Anna.
Es un hecho: para gente forjada en los foros, enamorada del oficio, el cine nace en cualquier parte; en una puerta de coche que se abre y ante un tobillo de mujer que se apoya en el piso.
“El cine nace en una mirada fugaz de terror, en una mirada entrañable. El cine no existe sin los ojos de los actores. El espectador siempre los busca, porque no mienten”, dice.
Instalado cómodamente en una cafetería al sur de la ciudad, Cazals interrumpe la lectura de La Cruzada por México, de Jean Meyer, para repasar su carrera entre sorbo y sorbo de té.
El creador de tres de las obras clave de la cinematografía mexicana de los 70 (El Apando, Canoa y Las Poquianchis), recibirá el 15 de febrero el Premio Nacional de Ciencias y Artes.
En la cartografía de su memoria, el momento en que conoció la fuerza del cine está indicado por el final de la cinta Cavalcade, de Frank Lloyd, que vio a los ocho años. Por ese entonces era fan de las aventuras de Dick Tracy, que veía el cine Avenida, ubicado en la calle San Juan de Letrán en el DF.
“La historia era muy convencional. Lo que era fuera de serie es que en la última imagen de la cinta se veía a la pareja de protagonistas, recién casados, en la popa de un barco. Sus familiares en el muelle se despedían de ellos. La última imagen eran ellos en la popa en la que se veía el nombre del barco: Titanic”.
“Era una imagen cinematográfica de gran impacto. Cuando tenía 14 años llegué a decir a mis compañeros de la escuela militar que había conocido a gente que había muerto en el Titanic. La verdad es que de escuincle había absorbido como un recuerdo propio lo que era una imagen cinematográfica”.
n ¿Desde entonces quería ser cineasta?
No, iba para doctor. Y hoy creo que los desaguisados que he hecho son pocos comparados con la posibilidad de que hubiera sido doctor. Habría sido una catástrofe.
n ¿En qué momento decidió ser cineasta?
En los años 60, cuando estoy estudiando la preparatoria en el Centro Universitario México (CUM). Me pasé dos años yendo al cine Gloria, al Morelia, al Moderno, metido mañana, tarde y noche. Estaba fascinado por la facilidad del cine estadounidense como lenguaje para hacernos aceptar algo que sabíamos que era absolutamente fabricado. Eso me intrigó muchísimo.
n ¿Cómo surgió El Apando?
Me lo propuso Bertha Navarro. Fuimos a ver a Gustavo Alatriste, quien nos morraleó a mí y a José Revueltas durante cuatro años, adelantándonos 3 mil pesos, y nunca cumplió. Pepe ya estaba muy enfermo y a mí me pareció que quien conocía más la cárcel, en lo doloroso, era José Agustín, que acababa de salir. Él hizo la adaptación.
Cuando la cinta estaba terminada, en su primera copia, el médico de Pepe indicó que ya no era conveniente que la viera. Murió media semana después.
n ¿Canoa sí fue idea suya?
No, fue de Tomás Pérez Turrent. Es un guión fuera de serie en la historia del cine mexicano.
Fue un rodaje complicado, por el costo reducido y por las condiciones in situ. La gente de Canoa se pasaba a donde estábamos filmando, al otro lado de La Malinche, para sabotear el rodaje. Fue de alto riesgo en el momento y después. Recibí anónimos durante siete años.
n ¿La Iglesia no reaccionó?
Todavía hace tres años se reunió la curia poblana en el atrio de la iglesia de Canoa. Pusieron un gran letrero que decía: la película es una mentira.
n ¿No hubo intento de
censura por parte del
gobierno de Echeverría?
Ninguno, pero el jefe de la zona militar de Puebla me recomendó no poner los pies en el Estado durante muchos años, cosa que cumplí cabalmente.
Muy pronto filmó Las Poquianchis...
Justo después de “El apando”. Fue una filmación difícil. Trabajar con 36 actrices durante siete semanas es complicado.
Hace tiempo noté que la película tiene dos escalones de desigualdad en su narrativa y eso le afecta un poco, aunque causó muchos descalabros.
n ¿Qué le contestó a quienes entonces tildaron sus
películas de sangrientas?
Me acusaban de haber hecho un batidillo. Sin embargo, México es un país que en el tono de voz más mesurado tiene una violencia que está atada con un mecate delgadísimo. Y una vez que se desencadena no hay quien la pare. Vivimos sujetos a la violencia.
Mi tema no era la violencia, sino la relación entre víctimas y victimarios. La falta de justicia social provoca en las capas más desprotegidas una relación de víctimas y victimarios, a través del despojo, la mentira, la corrupción. Ese ha sido mi tema.
n ¿La relación entre víctima y victimario no aparece en diversas tragedias del México actual?
Por supuesto. Aguas Blancas, Acteal, Pasta de Conchos, Atenco, pero esos son temas de los cineastas de hoy. Hay cosas a donde debe asomarse el cine mexicano con un punto de vista crítico. Ahí encuentro un par de cineastas: Everardo González y Alejandra Sánchez.
n ¿A qué se debe la
vitalidad de los cineastas de su generación?
A que no sabemos hacer otra cosa y a que no nos ha ido muy bien, es decir que no hemos acabado de cumplir nuestras ambiciones.
Cineastas tan completos como Paul Leduc, como Arturo Ripstein o Jorge Fons hay muy pocos, pero seguramente no han agotado sus temas. La película de Leduc que está en exhibición (Cobrador) corresponde al reclamo de un cineasta de 25 años, y tiene más de 60.
Es una generación de cineastas muy bragados. Los tumbas y se vuelven a levantar. El cine se parece mucho más de lo que parece al toreo y al boxeo.