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El dilema...

Hora Cero

Roberto Orozco Melo

Más pronto que tarde el presidente Calderón tendrá que enfrentar directamente lo que hoy constituye el dilema político esencial de su Gobierno: actuar con energía contra el persistente movimiento de Andrés Manuel López Obrador, lo cual significa abandonar su resignada tolerancia; o hacer caso a quienes proponen mano dura y gancho al hígado lo cual podría acelerar la consunción de su sexenio dejando al país en peores condiciones de como fue entregado por Vicente Fox Quesada en el año 2006.

Nadie puede fingir demencia ante la realidad política, económica y social que vive la República. Ni es un juego de niños el sabotaje institucional que encabeza el derrotado candidato a la Presidencia en los días que corren. Por el contrario, lo que se observa en el Distrito Federal constituye una muy seria subversión disfrazada de pacífica protesta que podría desembocar en actos de violencia incalculable.

El plan político de AMLO tiende a anular cualquier posibilidad de avance en el desarrollo económico de México y, consecuentemente, en las condiciones socioeconómicas de los mexicanos. El plan desestabilizador del tabasqueño busca inducir la confusión entre la gente, la anarquía en la sociedad, la inconformidad entre los trabajadores de la urbe y del campo y el lógico desaliento de las inversiones productivas nacionales o internacionales. Caos, puede ser una palabra que explique suficiente.

Lo sucesos en el Congreso de la Unión podrían haber sido tipificados antaño como delitos de disolución social, ahora inexistentes en nuestro código penal con tal denominación y alcances, ya que fueron disfrazados, por el decreto del 27 de julio de 1970, bajo el título de delitos contra la seguridad de la nación, que involucran, verbi gratia, la traición a la patria, el espionaje, la sedición, el motín, la rebelión, el terrorismo, el sabotaje y la conspiración.

Estamos lejos de proponer la sesgada aplicación de estos delitos a los hechos acaecidos en el Congreso de la Unión, pues ello implicaría el retorno del país a la paranoica época de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, calibremos si el secuestro agresivo de las salas de sesiones de las Cámaras de senadores y de diputados ha impedido o no el cumplimiento de la función legislativa constitucional; y si éste hecho puede entenderse como un acto de máxima violencia contra el Gobierno y el proceso democratizador al entrañar la eliminación del debate como solución para las diferencias ideológicas.

¿Pero en verdad es una guerra lo que vemos? ¿Acaso constituye la clausura del discurso legislativo un atentado terrorista? Claro que no; López Obrador se ha cuidado de caer en tipificaciones penales contundentes y aplicables en su contra. Su movimiento político no califica como un estado de anarquía que podría –así en condicional– provocar la guerra civil, espiar en beneficio de un país extranjero, convocar a la sedición, al motín, a la rebelión, al sabotaje y a la conspiración, estorbar el ejercicio de las garantías ciudadanas y el libre desarrollo de los derechos laborales.

Nosotros lo vemos como la propuesta descabellada de un hombre a quien el propio Gobierno, en un exceso de paciencia, le ha permitido mover a las masas con una reiterada oferta demagógica en la imposible ruta de reivindicación de hechos juzgados y consumados.

¿Es un caso de organizada delincuencia, tan grave como la de atentar contra la salud de los mexicanos, o la que secuestra ciudadanos para hacerse de medios económicos y actualmente es perseguida hasta la muerte por las fuerzas federales, estatales y municipales del orden público legal?

Tampoco. Una de mis abuelas decía que no hay loco que coma lumbre. AMLO es un consumado organizador de conflictos opositores ante el Gobierno, y así lo hemos visto en otras ocasiones. Es audaz y tiene el valor de retar a la autoridad hasta los riesgos más peligrosos, aunque le signifiquen un esfuerzo personal inconmensurable. Ante el dirigentes de masas tienen el mismo valor de trascendencia histórica la vida y la muerte. En cualquiera de estos casos él sería la víctima. Conoce a la sociedad en que se mueve y sabe su proclividad a exaltar hasta el heroísmo a los mártires sociales y políticos. Una biografía, una estatua, una calle con su nombre todo será bueno si alienta, de alguna manera, la inmortalización de sus hazañas.

La posición de Felipe Calderón Hinojosa es, por el contrario, el ascenso de una calle empinada y sin pavimento. Si se mueve con mucha energía para sofocar las maniobras populistas de López Obrador de cada bache van a surgir cientos de problemas urbanos y voces de intelectuales indignados, como ya hemos visto. Gustavo Díaz Ordaz fue, sin duda, un buen presidente según los cartabones económicos y sociales; pero falló en la buena política enredado, de pronto, en la trama futurista de su propio secretario de Gobernación. Los aciertos desaparecieron y quedaron vivas las voces que aún muerto le gritan ¡asesino!

Calderón sopesa, sin duda, verse involucrado en un trance parecido. El dilema parece claro: Energía, pero sin violencia; diálogo, pero con interlocutor responsable al frente. Todo implica riesgos; ¿pero qué? ¿No está la política llena de riesgos?...

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