La semana pasada se conmemoró el sesenta aniversario de la aparición de dos documentos que resultan fundamentales para entender no sólo algunas de las principales discusiones y polémicas del último medio siglo; sino también la (relativa) autoridad moral que puede decirse aún mantiene la Organización de las Naciones Unidas: constituyen la espina dorsal de lo que la ONU debe representar.
El 9 de diciembre de 1948, mientras los ruinas de Europa todavía humeaban, Naciones Unidas aprobó la Convención sobre la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio; un día después, la Asamblea General aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ambos documentos tienen una historia por demás interesante. Y como tantas otras cosas surgidas del feo edificio junto al East River, han tenido impactos y resultados ambiguos. Quizá quienes los promovieron se sorprenderían de lo que ha ocurrido con ambos.
Cabe hacer notar que el término mismo de “genocidio” no pasó a ser conocido y aceptado sino hasta precisamente esa fecha. Ni siquiera durante los Juicios de Nüremberg (1945-46), cuando un tribunal internacional encausó a los principales nazis a los que se les pudo echar el guante (y cuando quedaron en evidencia sus atrocidades), se utilizó el término. En Nüremberg el cargo (más o menos) equivalente fue el de “Crímenes contra la Humanidad”, por el que joyitas como Hans Frank o Ernst Kaltenbrunner fueron colgados (Goering y Himmler evitaron tan estirado fin suicidándose previamente). Y es que la dimensión de los crímenes nazis parecía fuera de toda proporción o ejemplo conocido, así que se requería de una definición lo suficientemente amplia e incluyente. Así pues, “Crímenes contra la Humanidad” se definió como “el asesinato, exterminio, esclavitud, deportación y otros actos inhumanos cometidos contra cualquier población civil (…) o persecuciones por causas políticas, raciales o religiosas (…)”. Si se fijan, en Nüremberg no se habló ni de número de víctimas, ni de planeación sistemática para cometer el crimen, ni de intentar la destrucción propositiva de un grupo. Sin embargo, había alguien que tenía sus buenos años meditando respecto a la capacidad humana para emprender el exterminio de colectividades completas; y ya tenía incluso un término para ese crimen.
Raphael Lemkin era un judío polaco que vivió en carne propia los pogromos (incursiones en contra de las aldeas judías) que eran el pan de cada día en la Europa Oriental de principios de siglo. Marcado por esa experiencia, la relacionó con otros actos barbáricos (el Holocausto armenio por parte de los turcos en 1915-17; la masacre de asirios iraquíes en 1933) y decidió tomar cartas en el asunto. Durante años escribió y trató de difundir un tratado legal que sirviera de marco internacional para castigar a ese crimen, que pasó a definir (significativamente) con un híbrido: del griego “genós” (raza, tribu, familia, etnia o clan) y del latín “-occido” (matar, exterminar). Nadie lo peló, hasta que la Segunda Guerra Mundial le dio la razón. Sin embargo, el término no había sido internacionalmente aceptado para cuando las Cuatro Potencias vencedoras se reunieron en Nüremberg para dar un rápido escarmiento a los vencidos.
Cuando se formó la ONU, las ideas de Lemkin finalmente fructificaron; y el 9 de diciembre de 1948 se proclamó, como decíamos, la Convención sobre la Prevención y Castigo del Crimen de Genocidio. Que quedó definido como “la destrucción sistemática y deliberada, en forma total o en parte, de un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.
Claro que ello no ha impedido ni el millón de muertos en Cambodia entre 1975 y 1979, ni los 800,000 asesinados en Rwanda en la primavera de 1994, ni el gaseo de los kurdos por parte de Saddam a fines de los ochenta ni la “limpieza étnica” en Bosnia-Herzegovina a principios de los noventa. Todo lo cual puede entrar en la definición reconocida de “genocidio”.
(Los estudiantes, vendedores de gordas y mirones en Tlatelolco ‘68 no conformaban un grupo étnico, nacional ni religioso reconocible; tratar de juzgar a Echeverría por genocidio fue patada de ahogado o simple ineptitud; ustedes escojan).
Sin embargo, el documento puede servir como instrumento para la Corte Internacional Penal y otras instancias globales. Al menos ésa es la esperanza de que los afanes del señor Lemkin (quien murió decepcionado y en la pobreza) hayan servido para algo.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos tiene su antecedente, por supuesto, en la Declaración de los Derechos del Hombre (ojo: no de la mujer) y el Ciudadano que emitiera la Asamblea Nacional Francesa unas semanas después de la Toma de la Bastilla. Éstos eran un producto directo de las ideas de La Ilustración del siglo XVIII (la mamá de la Revolución Francesa y otros tumultos por el estilo), movimiento intelectual que había abogado por la igualdad jurídica y social, la soberanía popular y el derecho de oponerse a la tiranía, entre otras ideas telúricas para la época. De ahí saldrían muchas otras libertades que hoy consideramos esenciales.
Pero hay un pequeño problema: que esas libertades, y lo que por ellas entendemos, son producto precisamente de La Ilustración… un fenómeno restringido al Occidente cristiano (y ni siquiera a todo él, como lo demuestran los paleolíticos políticos poblanos que siguen viendo (y tratando) a los niños como animalitos en pleno siglo XXI). Así que el concepto de “igualdad”, que para los occidentales hijos de la Ilustración y la Modernidad tiene un significado preciso, y que incluye a mujeres y homosexuales como sujetos de la susodicha igualdad, en otras sociedades como las musulmanas o chinas (que no han leído a Voltaire, pero ni de faul) no se entiende igual. Como el derecho que tienen los ciudadanos de escoger a sus gobernantes es letra muerta en medio mundo. Bueno, un poco menos: se calcula que un 46% de la Humanidad sigue viviendo bajo regímenes no democráticos… aunque según muchas de esas tiranías, ellas son las verdaderas representantes del pueblo, y no aquellos gobiernos donde se tiene que pasar por procesos chocarreros como el empadronamiento y las elecciones libres y plurales. Y claro, todos esos gobiernos son signatarios de la Declaración de 1948.
Como es un hecho que países miembros de la ONU restringen el voto femenino, el surgimiento de partidos políticos no oficiales y la libertad de expresión. Pero según ellos, cumplen con lo establecido en la Declaración Universal… como ellos la entienden.
Así pues, esos dos documentos, que recién cumplieron seis décadas, constituyen importantes hitos en el accidentado proceso global de recivilización (reingeniería de la civilización, dirían los conferencistas que cobran una fortuna por hora de curso) emprendido tras la Segunda Guerra Mundial. Pero falta un buen rato para que sean verdaderamente operantes en gran parte del mundo.
Consejo no pedido para que le respeten el derecho a la solidaridad con la comadre: Vea “Ararat”, de Atom Egoyan, sobre el genocidio armenio. Y si tiene la resistencia de un sobreviviente de Auschwitz, chútese la miniserie “Holocausto”, muy interesante si uno no se duerme y les puede seguir el paso a todos los personajes. Provecho. Correo: anakin.amparan@yahoo.com.mx