Las lecciones de la historia son impecables e implacables: cuando un movimiento político, social o religioso es minoritario, marginal, incluso perseguido, sus miembros suelen comportarse con rectitud, honradez y dignidad. Las ideas, los ideales, están por encima de cualquier interés personal o de grupo.
Lo importante es sacar adelante el proyecto por el que se hacen sacrificios y se abandonan comodidades y seguridad. Con frecuencia, la pureza y desprendimiento de esos seguidores sirve como magnífica propaganda proselitista. Algo así ocurrió con el cristianismo, que de movimiento marginal y ferozmente reprimido, pasó a convertirse en el poder ordenador del mundo romano cuando el Imperio se vino abajo por las invasiones bárbaras.
Y ahí es donde empiezan los problemas: una vez que el movimiento se consolida, adquiere posiciones y acumula autoridad, no hay de otra: se corrompe. Las tentaciones del poder suelen ser demasiadas para quienes en su fuero interno habían jurado conservarse limpios… eso, cuando no tenían ni qué comer. Cuando la riqueza y la influencia empiezan a fluir, los ideales parecen pasar a un lugar secundario. El poder corrompe. Siempre. A todos. En mayor o menor medida.
Ello es perfectamente observable en ese museo del horror, ese freak show que constituyen nuestros partidos políticos. Mientras el PAN se sostuvo en la “brega de eternidad”, sirviendo de noble (y muy aguantadora) oposición al cinismo priista, el blanquiazul estuvo compuesto por un puñado de apóstoles a quienes no se sabía si admirarles sus convicciones o su ingenuidad. Pero cuando empezaron a ocupar posiciones políticas cada vez más importantes, el partido se llenó de vividores y arribistas, y muchos de sus miembros a comportarse de maneras que devolverían a la tumba a próceres como Gómez Marín o Castillo Peraza si pudieran verlos.
A la izquierda le pasó algo por el estilo: mientras no hubo qué repartir más que derrotas, persecuciones y represión, todos eran camaradas, había un sentido último y elevado por el cual pelear hombre con hombro. Pero mal llegaron al poder, así fuera a nivel local, afloraron las ambiciones y la codicia. El PRD hoy no se despedaza por cuestiones ideológicas, sino por quién será diputado, quién firmará en la nómina. Un espectáculo realmente deleznable.
Y los partidos chicos no cantan mal las rancheras. El Partido Verde Ecologista sigue siendo una franquicia familiar que representaría una vergüenza nacional en cualquier país decente. Y lo que se llamaba Alternativa Socialdemócrata y Campesina acaba de desbaratarse, cambiar de nombre y refrendar al cacique Alberto Begné en una asamblea nacional espuria, y controlada por porros golpeadores.
Ésos son nuestros partidos políticos. Que han cedido a la tentación, y no buscan fines más altos que seguir recibiendo dinero de los contribuyentes para sus respectivas arcas. Y por eso estamos como estamos.