En las últimas semanas, la contienda demócrata se ha vuelto cardiaca. Ni Hillary Clinton ni Barack Obama pueden hoy decir que tienen la candidatura presidencial demócrata ganada. Los únicos claros ganadores hasta el momento han sido los medios de comunicación e, irónicamente, el Partido Republicano. Gracias a este dramático reality electoral, los medios han disparado sus ratings hasta el cielo, sobrepasando los niveles de audiencia de la nueva temporada de American Idol. Gracias a la división entre los demócratas, John McCain está listo para competir en noviembre por la Casa Blanca.
Poco a poco el desenlace se acerca y uno de los dos candidatos demócratas será eliminado de la contienda. El mejor escenario para el Partido Demócrata sería que alguno de los dos candidatos arrasara en la docena de estados que faltan por votar, consiguiendo la mayoría de los poco más de 800 delegados que aún quedan. De esa forma, Hillary u Obama conseguiría los 2,025 delegados necesarios para amarrar la candidatura y llegaría a la Convención Demócrata de Denver, en agosto, con un claro respaldo de las urnas. Sin embargo, tal escenario es poco probable, ya que los demócratas están claramente divididos en torno a sus dos históricos candidatos.
Por ello, cada vez se abre más la puerta a un segundo escenario en el que para agosto ninguno de los dos candidatos tenga los votos necesarios para reclamar la candidatura y entonces sea la partidocracia la que decida. En otras palabras, que la elección no sea decidida por los votantes, sino apenas por 796 miembros de élite del Partido Demócrata o por 848, si es que se decide contar a los superdelegados de Florida y Michigan.
En diciembre pasado escribí en estas páginas que los superdelegados parecían ser el arma secreta de Hillary. En ese momento unos 350 superdelegados habían declarado públicamente su apoyo. Unos 210 decían entonces que votarían en la Convención de Denver por la Senadora y los restantes 140 afirmaban su apoyo al Senador. Los restantes 446 superdelegados no se pronunciaron en ese momento a favor de algún candidato.
Los superdelegados se integran por la totalidad de los senadores y representantes demócratas en el Congreso, así como por los gobernadores demócratas, los ex presidentes, los ex vicepresidentes y por funcionarios del partido. De cierta forma, el voto de los superdelegados refleja la desconfianza que el viejo sistema electoral tiene sobre el votante. Para elegir a su Presidente, los padres fundadores de Estados Unidos crearon “candados” al voto popular, a través de la formación del Colegio Electoral. Lo mismo en el caso de la designación de los candidatos presidenciales, la figura de los superdelegados supone una evaluación final de las élites del partido al voto de los simpatizantes en los estados. La ironía es que tanto Hillary como Obama, que ya votaron en sus respectivos estados, volverán a votar como superdelegados en agosto.
El gran dilema que enfrentan superdelegados como Al Gore o Jimmy Carter es que en efecto tienen que pensar en cuál de las dos opciones es más fuerte para competir con John McCain. Hasta el momento es cierto que Obama tiene una ligera ventaja en el voto popular y una ventaja de casi 100 delegados en el conteo, pero también es cierto que Hillary ha demostrado una enorme fortaleza al ganar los estados más importantes para la elección de noviembre (Texas, California, Nueva York, Nueva Jersey, Florida, Ohio). También destaca que ella ha conseguido el apoyo hispano mayoritariamente y que Obama no ha conectado con este sector fundamental para la elección presidencial.
La decisión de los superdelegados es difícil. Si ni Hillary ni Obama llegan a agosto con la cifra mágica de 2,025 delegados, pero si éste mantiene una ligera ventaja en voto popular y en delegados ganados, los superdelegados se enfrentarán a una especie de “fantasma de Florida”, año 2000, en el que podrían optar por apoyar a Hillary, si la ven con más posibilidades frente a los republicanos, desairando la mayoría en el voto popular de Obama. Para alguien como Gore, la decisión debe ser un verdad ero dilema…
Politólogo e Internacionalista
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