El primero de septiembre pasado sirvió para constatar un fracaso y una abdicación. El fracaso es colectivo: es la incapacidad de la sociedad política para expresar su diversidad. La abdicación es personal: es la renuncia del presidente de la República a argumentar su política y, en el fondo, la rendición de su Gobierno.
Era labor del grupo gobernante encontrar un modo de mostrarse simbólicamente ante la nación para dar nuevo sentido a una fecha que valía la pena cuidar. Fundar una nueva ceremonia oficial que dejara atrás el homenaje y las insolencias y diera lugar a un riguroso y serio ritual de rendición de cuentas. Era deber de toda la clase política escapar del ceremonial de los aplausos y salir del circo de la gritería para inventar algo, una ocasión para la argumentación del jefe del Gobierno y para la réplica de sus opositores. No hubo imaginación, ni tampoco voluntad de reconocer al otro. La salida fue la más fácil para todos: matar la ceremonia, llevar una fecha emblemática a la insignificancia. Algunos dirán que no hay nada qué lamentar. Que nadie echará de menos la vieja pompa ni el carnaval reciente. No se percatan del valor de representar simbólicamente la vida política. Como decía Walter Bagehot, aquel perspicaz estudioso de las instituciones inglesas, los mecanismos eficientes de la política requieren un complemento teatral. Los ingenieros de la política lo olvidan fácilmente. El Gobierno no es un simple artefacto que transforma exigencias colectivas en decisiones. También ha de ser un depositario de lealtades que deben ser simbolizadas regularmente.
La liquidación del primero de septiembre es, por ello, una buena estampa del fracaso de una clase política que no ha podido, siquiera, permitir el diálogo entre poderes. Primero el Ejecutivo se negó a la interlocución alegando etiquetas inamovibles; después la Oposición de izquierda se negó a escuchar al Ejecutivo, alegando un pecado original que jamás podría borrarse. El primer día de septiembre pasó de la alabanza al abucheo. Debía convertirse en Día de la República: paréntesis en el calendario para dar cuenta en público del rumbo del país y dar expresión a las diversas opciones de mando.
El fracaso de la clase política para concebir una ceremonia democrática se acompaña este año con la renuncia del Gobierno Federal a su propia narrativa. Hace un año la Presidencia consideró que no había condiciones para asistir al Congreso y presentar ahí el informe esperado. Había buenas razones para llegar a esa conclusión. Pero Calderón no renunció en aquella ocasión a formar públicamente el argumento de su Gobierno. En lugar de asistir a un Congreso agreste, organizó un ritual presidencialista para recibir aplausos. El formato de 2007 era, desde luego, arcaico. Como muchos denunciaron fue una ceremonia de aires de restauración. Pero, independientemente de la escenografía y el reparto de las invitaciones, seguía presente entonces el esfuerzo presidencial por argumentar públicamente sus determinaciones, era visible una apuesta por hilvanar una historia coherente que conectara circunstancias desafiantes, decisiones puntuales y proyectos en curso. A eso renunció el presidente este año: a tejer una narrativa gubernamental persuasiva. En lugar de informe recibimos cápsulas televisadas y un manojo de entrevistas. Entre la pasta de dientes y la telenovela, el presidente hablando de seguridad pública; a la mitad de un programa de chismes, el presidente diciendo no sé qué cosa sobre la firmeza de su Gobierno. La batería de entrevistas que tuvo Felipe Calderón en los primeros días de septiembre fue una mala manera de llenar el hueco que voluntariamente dejó. Como es natural, las entrevistas impusieron al presidente la agenda de los medios. Las legítimas preocupaciones de los periodistas dominaron las distintas conversaciones. El intercambio dejó muy mal parado a un Ejecutivo obligado a atajar rumores y dichos. El presidente no logró que sus palabras fueran delante de la opinión para trazar un rumbo. El presidente quedó atrapado por agendas ajenas.
El presidente tocó al son de sus entrevistadores. No puede decirse que los entrevistadores le hayan sido hostiles. No fueron rudos ni particularmente tercos en sus intercambios. Tampoco diría que fueron obsequiosos. Pero, como era obvio, impusieron el tono de su lectura del momento de México al presidente.
¿Es irrelevante la renuncia a la narrativa presidencial? Creo que no. Abdicar del argumento es otra forma de deserción política. Renunciar al razonamiento, dejar de tejer pacientemente un discurso frente a la opinión pública es una forma apenas atenuada de dimisión. Se trata del abandono de una plaza crucial de la batalla pública. Pero Calderón no quiere oír en estos momentos de batallas, ni de pleitos ni de conflictos. Quiere seguir de la mano de sus patrocinadores en el PRI, de la mano de sus aliados sindicales, de la mano de los medios y unos cuantos empresarios. Calderón no quiere pleitos. El presidente se empeña en cuidar todas las alianzas que lo nulifican. Ese es el mensaje involuntario del presidente. A menos de dos años de haber asumido el poder, ha llegado a la conclusión de que su labor política es flotar en compañía de sus incondicionales. La defensa de su Gobierno es la terca excusa de un político doblegado: quiero, pero no puedo. Me gustaría, pero es imposible. Me rodeo de leales, aunque todos se den cuenta de que son unos ineptos. En sus entrevistas, el presidente ha pretendido vestir su incapacidad como agente de reforma como si fuera un realista sagaz. No es lo uno ni lo otro. Ni realista ni avispado: un político resignado, sin cuento ni proyecto.
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