Dante Alighieri (1265-1321), dio vida al poema alegórico, dividido en tres partes. Infierno, Purgatorio y Paraíso, que es una visión épica del más allá, en la que el poeta florentino viaja guiado por Virgilio. Lo real es que cuando niños se nos inculcó el temor al infierno. Un lugar perverso en donde serían castigados los seres humanos que hubieran vivido en el pecado, no en cualquiera si no en alguno o varios de los pecados capitales. A algunos se nos educó más que en el amor a Dios en el miedo al ángel que se rebeló y busca inducir a las almas a su perdición. Si te portas mal serás escarmentado, nada escapa a los ojos de Dios, “ya has estado mucho tiempo en el baño, sal de ahí, muchacho de porra”. Habríamos, al paso del tiempo, de leer la obra de John Milton (1608-1674) en el poema épico de contenido religioso, “El paraíso perdido”, en que se traban en una lucha el bien y el mal, episodio que trata de la creación del hombre y su caída. A los de mi generación nos inculcaron un odio a la presencia del mal, personificado en el malévolo Satanás. Temor a su morada en el que hay un fuego eterno a donde, se decía, irán a parar las almas que hubieran abjurado del Altísimo.
Nos salen ahora con que no hay llamas en el Infierno, que de acuerdo con la literatura es sólo un lugar de ficción, que sería para aquellos que han extraviado el camino, pero que no existe siendo, dice, una reliquia del pasado. Creo que el tema es cosa del ayer, pero también lo es de hoy. Según eso, hoy en día, no hay lugar a donde la justicia divina envíe a los que se condenan por su nefando proceder, teniendo que dejarlos libres moviéndose sus almas inmortales seguramente en el limbo, Ahora resulta que para Gianfranco Ravasi, presidente del Pontificio Consejo de la Cultura del Vaticano, el infierno es sólo ausencia de amor y rechinar de dientes. Respetuosamente me permito decirle que si no existen las calderas del infierno el demonio se habría quedado sin empleo y sin embargo, en estos días, bien que está presente en la ira desatada por el hombre en contra del hombre. La maldad en estos tiempos carece de límites. No hay respeto a la vida de los seres humanos. La barbarie se apoderó de este mundo. El diablo acecha mientras carga con las almas de los condenados. El ser humano, mientas tanto, continúa entregando la carne al demonio y los huesos al buen Dios.
En la novela de Juan Rulfo,(1917-1986) intitulada Pedro Páramo, después de señalar por dónde caminan, en un diálogo entre arriero y visitante, este relata: “Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor, sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo. -Hace calor aquí- dije –Sí, y esto no es nada –me contestó el otro- Cálmese. Ya lo sentirá más fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija”. Eso bien pudo referirlo a Torreón. Y es que acá las radiaciones solares adquieren grados insoportables, excesivos y sofocantes, convirtiendo a la Laguna en una gigantesca hornaza. Las lagartijas, suelen buscar la calidez de las piedras. Las víboras chirrioneras hacen lo mismo. En tiempos de frío los laguneros, carentes de recursos económicos, al igual que esos reptiles buscan el calor del Sol, al que llaman la cobija de los pobres, mismo Sol que en verano suele convertirse en un suplicio. Esto es, si en invierno no hay abrigo que nos caliente y si es el solsticio estival, La Laguna se asemeja a la antesala del averno. Los laguneros sí que estamos fritos y refritos.
El infierno, se ha creado como un castigo a consecuencia de la desobediencia del ser humano. En el infierno, lugar de extrañas tinieblas, según la tradición es la casa de Satanás y sus legiones. Ahí fueron arrojados desde el cielo por haberse rebelado. Después, el fuego eterno, según la tradición, esperaba a quienes habían sido vencidos por la seducción del Ángel del mal. No había escapatoria. En la actualidad existe el malvado pero nadie quema a nadie, por la sencilla razón de que el presidente pontificio sostiene desde su elevada investidura que no hay llamaradas. Usted podrá en adelante mandar a alguien al diablo pero ya no a los abismos infernales. En fin, lo que no podemos dudar es que quienes habitan estas cálidas tierras no serían condenados a sufrir el tormento de sentir el fuego que abraza la piel, suponiendo que existiera ese destino, pues es de considerarse que bastante han soportado día y noche, sudando a mares, sintiendo con desesperación que se asan en vida, lo que medido en tiempo e intensidad resulta casi una eternidad. El fuego eterno, ¡bah!, puede no haberlo allá abajo, en el tártaro, pero aquí sí que lo padecemos en serio.