Imagínese un país en el cual, contra todo uso y costumbre, se arresta a un par de gángsteres; y que, para que se les libere, sus acólitos amenazan con paralizar una actividad económica estratégica, de la que dependen miles de empleos. Los acólitos actúan de esa forma porque su líder, a su vez prófugo de la justicia, se los ordenó desde una distancia de varios miles de kilómetros, mientras pasa su dorado exilio en una de las ciudades más bellas del mundo. Y todo ello ocurre en pleno siglo XXI. ¿Ya se lo imaginó? Sí, ya sé que no se necesita mucha actividad neuronal: es lo que sucede en México en estos momentos.
Uno de los peores cánceres que viene acarreando este país es la nefasta herencia priista del sindicalismo gangsteril; que especialmente en ciertas áreas de la economía se convierte en un lastre para la producción y el concierto social. Lo peor es que, con el alegato de la autonomía sindical, se permite que auténticas mafias controlen actividades estratégicas, manejen fortunas enormes sin rendir cuentas, y pavoneen su absoluta impunidad.
Para colmo, para intentar defender a los mafiosos se recurre a la amenaza de sabotear industrias completas. Y no sólo eso: ¿saben cuántas empresas de nivel mundial se atreverían a invertir en un país donde los mafiosos son defendidos mediante paros de labores? Lo adivinaron: ninguna. El que sale perdiendo en todo esto, por supuesto, es México. Increíblemente, pese a todo ello, hay comentaristas y miembros de la clase política a los que se les llena la boca alegando que esos sindicatos premodernos y gangsteriles son intocables y representan y defienden a los trabajadores.
Éste es uno de los muchos casos en que décadas de machacona propaganda del sistema priista terminó por hacer pasar por verdad una mentira del tamaño del mundo. Los grandes sindicatos mexicanos se han convertido en instituciones feudales, de gran ineficiencia y que encarecen notablemente los costos de producción de todo, desde la electricidad al petróleo y la educación. Sus líderes se enriquecen escandalosamente sin tener que rendirle cuentas a nadie. Y todavía, cuando la Ley los confronta, tienen la cara dura de movilizar a sus huestes, poniendo en riesgo los empleos de sus supuestos dirigidos y la productividad del país.
La verdad, no sé qué pasa por la cabeza de un trabajador que se ve obligado de hacer el papelón de andar defendiendo a Napito y sus lugartenientes mafiosos. ¿Sentirá vergüenza? ¿Se cuestiona siquiera cómo sus actos dañan su dignidad personal? ¿O se trata de reflejos condicionados, pavlovianos, y de veras cree que hay que defender a esos especímenes?
Habría que preguntarles a esos trabajadores si realmente creen que lo que hacen vale la pena. Y si este país y esta sociedad se merecen ese maltrato.