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El monopolio de las letras de oro

Carlos Monsiváis

La Comisión de Régimen, Reglamento y Prácticas Parlamentarias de la Cámara de Diputados desechó (20 de febrero de 2008) la iniciativa de un grupo de legisladores panistas para inscribir el nombre del poeta Octavio Paz en el Muro de Honor del Palacio Legislativo de San Lázaro. En el dictamen, aprobado por todas las fracciones parlamentarias, el razonamiento es tajante: Paz, si bien es un gran icono de la cultura mexicana, no colaboró en la construcción del Estado mexicano, un requisito indispensable de los incorporados al Muro de Honor. Y la explicación continúa:

“Los logros y méritos (de OP) obtenidos a través de su vida muestran que sus aportaciones a la historia de nuestro país corresponden al ámbito cultural y de las letras y no al perfil heroico que ha sido fundamental para el reconocimiento de otros personajes por parte del Congreso y en particular para la Cámara de Diputados.

Así como tampoco forma parte de la generación de hombres que contribuyó al nacimiento y fortalecimiento del Poder Legislativo, hecho determinante para la mayoría de las inscripciones en letras de oro”.

“Perfil heroico”… “contribuir al nacimiento y fortalecimiento del Poder Legislativo”… En unas cuantas frases se delimita la entrada a la inmortalidad regional, el otro nombre del Estado-nación, un punto de vista afirmado y reafirmado por los guardianes de la gratitud especializada. Así, el Estado le debe todo a dos gremios: los héroes (casi todos mártires) y los legisladores (en su inmensa mayoría cancelados por la memoria). Y a las pruebas nos remiten: Miguel Hidalgo, José María Morelos, Benito Juárez, Ignacio Ramírez, Emiliano Zapata, Lázaro Cárdenas… Acomete la duda: ¿en qué año se detuvo la gratitud nacional, qué presidente de la República luego de Cárdenas, o qué legisladores de los últimos 70 años ven fulgurar sus nombres? Con sinceridad, señores legisladores, dejen de responder a esta pregunta: ¿quiénes construyen ahora el Estado mexicano con la perspectiva luminosa de las letras de oro?

Sin proponérselo, porque en estos años la capacidad definitoria del Congreso suele ser o involuntaria o lamentable, la Comisión de Régimen, etcétera, revela un gran secreto de los poderes de la Unión: la causa remota de su orgullo. Somos, declara no muy crípticamente el coro de la viudez del heroísmo, la única materia viva de las letras de oro al extinguirse el “perfil heroico”. El último héroe murió al ver que huía el pelotón de fusilamiento dejándolo con sus últimas palabras en la boca, y el dictamen de la Comisión etcétera es un tributo emotivo a los legisladores que nos han cuidado la patria y sin exagerar. Porque, ¿cuántos de ellos se han llamado Belisario Domínguez? A lo mejor sólo Belisario Domínguez.

¿Por qué, de acuerdo al etcétera, al Estado mexicano sólo lo hacen concebible y realmente existente los hacedores de la Historia con la mayúscula de todos los metales, y los cocineros de sus leyes? Al dictaminar sobre Octavio Paz los de la Comisión exhiben sobre la banqueta (el comercio ambulante de la memoria) las cenizas de una idea y deciden el cambio: donde decía patria debe decir Estado… Emiliano Zapata, y el Congreso grita: “¡Murió por el Estado!”. La República consiste, en el dictamen, en los seres excepcionales y en los que deciden dar la vida de los demás con tal de proteger el statu quo (conste que generalizo, pero no demasiado). Así razonan: “El Estado somos nosotros y ni falta que nos hace el paisaje de Versalles donde Luis XIV dijo: ‘El Estado soy yo’”.

Sin desconocer los méritos abundantes del “perfil heroico” y sin deslumbrarnos ante los herederos de los constituyentes del 57 y el 17, ¿por qué señalar al punto de implantar de una vez y para siempre el monopolio de los grandes servicios a la nación, la creencia que equipara a una versión del Estado con el todo de la nación? ¿México sólo consiste en las grandes figuras y, desde hace tiempo, en los falsos ejemplos renovables cada tres y más años?

La Comisión etcétera, al expulsar la cultura y la literatura del recinto del Congreso, exhibe el aferramiento a la noción febril y circular de la política. Se olvidan, porque no lo saben (la amnesia de lo desconocido) que la nación, que incluye al Estado y ya también a la globalidad, tiene deudas interminables con, digamos, Manuel Gutiérrez Nájera, Ramón López Velarde, Diego Rivera, José Clemente Orozco, Frida Kahlo, David Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Mariano Azuela, Carlos Pellicer, Silvestre Revueltas, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jaime Sabines, Juan José Arreola y Rosario Castellanos. Sí, ya sé, la Rotonda de los Mexicanos Ilustres está a la disposición de los sacralizadores de tumbas, y las letras de oro reciben al líder Vicente Lombardo Toledano, ¿pero por qué, de acuerdo a sus criterios, el Congreso no decreta ya cerrada la inscripción en los Muros de Honor?

Los liberales de la Reforma impulsaron las libertades en contra de la intolerancia de los conservadores, y los revolucionarios de 1917 aportaron las bases legales de la modernidad y Cárdenas nacionalizó el petróleo para perpetuo enfado de los privatizadores, pero en sus términos lo entregado por los creadores y los intelectuales no es en lo mínimo desdeñable. Cito unos cuantos textos fundamentales: Visión de Anáhuac, Los de abajo, Suave Patria, La sombra del caudillo, Ulises Criollo, Piedra de sol, Nostalgia de la muerte, Recinto, Muerte sin fin, Lívida luz, Algo sobre la muerte del mayor Sabines, Pedro Páramo, La Feria…

En los Muros de Honor caben unos cuantos, pero es inadmisible el despotismo de los diputados en 2008 al intentar, como no queriendo, definir en qué consiste México y por qué el Estado (en su versión) es lo único esencial. No se pretende que las sacrosantas paredes alberguen todas las gratitudes, pero sí que se revisen racionalmente el sentido de la nación y el Estado.

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