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El PRD frente a sí mismo

Plaza Pública

Miguel Ángel Granados Chapa

Si utilizáramos la terminología electoral norteamericana, en boga por la contienda en pos de las candidaturas presidenciales, diríamos que el Partido de la Revolución Democrática vivirá pasado mañana un “superdomingo”, pues en una sola jornada renovará su comité nacional y los 32 comités estatales. La sola dimensión del acontecimiento y la precaria estructura correspondiente de suyo serían fuente de dificultades, pero multiplica la posibilidad de que las haya un conjunto de factores, entre los que se cuentan la naturaleza misma del partido, su coyuntura presente, el entorno político general que en mucho gira alrededor de esa agrupación que mantiene viva e institucionalizada la descalificación al proceso electoral de 2006 y considera, por lo tanto, espurio al titular del Poder Ejecutivo, y presidente legítimo a su candidato presidencial, cuya influencia en el partido se medirá el próximo domingo.

Aunque se inscribieron seis candidatos a la presidencia nacional perredista, la querella electoral se ha polarizado en Alejandro Encinas y Jesús Ortega. Si no se anulan los comicios, uno de los dos reemplazará a Leonel Cota, el ex gobernador de Baja California que fue el quinto ex priista en encabezar al PRD (luego de Cuauhtémoc Cárdenas, Roberto Robles Garnica, Porfirio Muñoz Ledo y López Obrador). En 1999, la elección de Amalia García fue invalidada, aunque en su reedición el resultado favoreció de nuevo a la ahora gobernadora de Zacatecas. La anulación entonces resultó más que de un cúmulo inadmisible de irregularidades (que no dejó de haberlas) del permanente choque de intereses que se expresa entre otros terrenos en el control de los órganos partidarios. Actualmente una creciente crispación interna podría generar disturbios en la jornada electoral y prolongar la contienda ante las instancias de justicia y transparencia internas y aun ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. No es previsible que ninguna de las principales fuerzas, de perder la elección, se marchara del partido. Lo que más ocurrirá es que el saldo de discordia electoral empeore las turbulencias cotidianas entre vencedores y vencidos.

Las biografías de Encinas y de Ortega ilustran las simpatías y diferencias que promovieron el nacimiento del PRD y explican lo mismo su vigor apasionado en las contiendas constitucionales que la rudeza de la convivencia interna. Encinas se inició en la política militando en un partido carente de presencia legal y víctima de persecuciones. Ortega militó en cambio en el Partido Socialista de los Trabajadores que aun en su nombre revelaba el objetivo del Gobierno priista (que lo financió sin avaricia) de frustrar la construcción de un verdadero órgano opositor, el Partido Mexicano de los Trabajadores, encabezado por Heberto Castillo. Aunque a la postre triunfó la perseverancia del creador de la tridilosa y otros adelantos en ingeniería, la formación del PMT fue lastrada por el activismo confusionista del acomodaticio PST, instrumento del autoritarismo para debilitar a la verdadera Oposición de izquierda.

Como militante del Partido Comunista Mexicano, Encinas lo fue también del Partido Socialista Unificado de México, el Mexicano Socialista y el PRD, fruto uno del otro. Formó parte siempre de sus órganos de dirección y perteneció a las corrientes renovadoras y dialoguistas. Dos veces perdió elecciones. La primera, en busca de la gubernatura del Estado de México contra Emilio Chuayfett, fue comprensible porque 1993 era aún el tiempo de las trampas priistas. Menos clara fue su derrota en la elección delegacional de Álvaro Obregón en 2000, porque lo postularon siete partidos, en coalición que mostró su capacidad de convocatoria. Que su vencedor haya sido Eduardo Zuno quizá explique el hecho, porque se trató del contacto panista de Carlos Ahumada, a bordo de cuyo avión sería detenido tiempo más tarde por delitos diversos.

Si bien tuvo experiencia legislativa como diputado federal, Encinas sobresalió en la Administración. Fue titular de dos secretarías en gabinetes perredistas en el DF: del Medio Ambiente con Cuauhtémoc Cárdenas y Rosario Robles, y de Desarrollo Económico con Andrés Manuel López Obrador, que lo hizo después subsecretario y secretario de Gobierno. Ejerció la jefatura en el lapso más crítico de la relación entre el Gobierno capitalino y el federal, resuelto a impedir por todos los medios a su alcance que López Obrador fuera presidente de la República. El vínculo entre AMLO y Encinas se estrechó al punto de que López Obrador le expresó por escrito su apoyo en esta contienda. La reproducción por miles de la carta respectiva fue denunciada como una violación a la regla electoral por el resto de los aspirantes y puede ser su piedra de tropiezo.

Es viejo el empeño de Ortega por el liderazgo perredista. Lo pretendió tres veces antes y aunque se frustró su empeño, cada lance mostró su capacidad para sacar ventaja del infortunio. Cuando se alió en 1996 con López Obrador para ser el número dos, mientras el tabasqueño era el líder, sembró la base de la hegemonía estructural que su corriente, llamada después Nueva Izquierda, ha mantenido durante un decenio sobre ese partido, en que hoy ejerce la mayor cuota de poder, especialmente notoria en la Legislatura federal.

Ortega ha sido contrario a los caudillos perredistas (aunque se ha avenido con ellos cuando lo estima necesario) porque sin esas jefaturas informales no habría obstáculo a la hegemonía de su corriente.

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