Como presidente de Acción Nacional, Felipe Calderón acuñó un lema que anticipaba los pesares de la victoria: hay que ganar el Gobierno sin perder el partido. La frase era una advertencia a los panistas tradicionales. También una confesión de debilidad partidista: quien tenía el atractivo electoral para ganar la elección de 2000 era un advenedizo, un recién llegado al partido que no entendía eso que ellos llaman su “doctrina”. Su victoria era posible, pero era anticipada por los cuidadores del templo como un verdadero peligro. Podrá ganar un candidato del PAN sin que el PAN gane. No era difícil entender el mensaje subterráneo del lema: Vicente Fox era visto como una amenaza por los tradicionalistas a los que Calderón daba voz. Un ranchero que no fue rociado por las aguas benditas de los fundadores podría usar el sello del PAN para trepar al poder, olvidándose de las banderas del partido.
El actual dirigente de Acción Nacional insistió en ese argumento unos años después. Cuando los panistas debatían quién habría de representarlos en la elección de 2006, el promotor pedía la candidatura para Calderón para lograr que el PAN llegara, ahora sí, a Los Pinos. De nuevo, se descalificaba a los foxistas como panistas impostores. El alma del PAN no estaba en los arranques foxistas ni en la ignorancia espinista. Calderón apareció como el cuidador del alma panista: el custodio de una llama que los oportunistas despreciaron. Los calderonistas se quisieron retratar como los verdaderos doctrinarios, los defensores de una tradición amenazada —ya no por el monstruo del autoritarismo, sino por los traidores y los ineptos. Y siguen viéndose en ese cuadro.
Medido por aquellos objetivos claros, los éxitos de Calderón han sido innegables: alcanzó la Presidencia y ha consolidado su dominio sobre el partido. Concilió los objetivos que buscaba atar: ganó el Gobierno y no perdió el partido. Calderón es presidente y el presidente del PAN es su subordinado. Los calderonistas no perdieron el partido después de ganar el poder. Calderón ha dejado atrás la tesis de la distancia saludable entre Gobierno y partido gobernante: el partido ya no reivindica ningún espacio de autonomía. El PAN está al servicio del presidente. No condeno en bloque la idea. Estoy convencido de que un Gobierno necesita conformar una alianza muy estrecha con su partido y que las separaciones entre uno y otro dificultan la marcha del Gobierno y afectan electoralmente al partido. El problema que veo es que, en la alianza necesaria, el partido va a remolque, sin aportar ideas ni propuestas, sin defender con inteligencia y determinación a su Gobierno, sin cohesionar democráticamente su diversidad interna. Calderón puede festejar: ganó el Gobierno y se quedó con el partido. Pero su partido se extravió. El lema calderonista puede traducirse a una nueva fórmula: ganar el Gobierno y ganar un partido perdido.
Al arcaísmo del nacionalismo revolucionario de sus adversarios, el PAN no opone ideas nuevas sino el caramelo insustancial del humanismo político que sólo puede servir para animar los concursos de oratoria a los que son tan adictos los panistas. Al populismo que satanizan no oponen propuestas ambiciosas y razonables de transformación sino recetas de ortodoxia. No han ofrecido reformas institucionales, ni transformaciones en el mundo del trabajo, ni en la escuela, y en las relaciones internacionales, han propuesto un retorno. El PAN no tiene apetito de futuro. En eso no es distinto al PRD ni al PRI. Pero su responsabilidad, como partido gobernante, es mayor que la de aquéllos. Es un partido que va a la cola de un Gobierno que simplemente gestiona un posibilismo acomodaticio. El PAN de Calderón no lo empuja ni le advierte, no colabora con sus iniciativas, no cohesiona a sus militantes ni negocia inteligentemente con sus adversarios. Es el rabo del Gobierno.
Si ha habido un ausente en el debate petrolero ése ha sido el partido del Gobierno. Mientras sus adversarios han entendido la circunstancia, el PAN ha quedado extraviado, refunfuñando. El PRD se ha puesto en movimiento. Se ha unido para bloquear la reforma petrolera. Ha sido eficaz. El PRI ha ventilado con enorme astucia su diversidad para elevar los costos de su posible respaldo. También ha sido eficaz. El PAN sólo ha mostrado su mal humor. Nuevamente ha aparecido como el actor inocente y tonto que no sabe defender lo que dice querer. Nadie ha podido responder la pregunta que hacía Héctor Aguilar Camín hace un par de meses. ¿Para qué querían los panistas el poder?
La dirigencia del PAN tiene la mirada puesta en su conflicto interno y en sus tirrias ideológicas, pero no tiene ojo para el futuro ni hombro para el Gobierno. Los calderonistas quieren seguir viendo sus problemas como pleito de casa, pero es mucho más profundo que eso: radica en la incapacidad de un viejo partido opositor para entender su sitio como partido en el Gobierno. La purga reciente en el Senado de la República refleja ese impulso del pequeño círculo: creer que sus problemas siguen siendo culpa de los panistas forasteros. El presidente se desprende rudamente de un adversario y le carga entera la responsabilidad de la mala conducción política. Lo hace además con brusquedad ofensiva, extraña dentro de los códigos panistas. Remarcando un instinto presidencialista que ya había exhibido desde tiempo atrás, Calderón usa a su partido para tundirle a quien cree que se puede ser panista sin ser calderonista. El manotazo es elocuente: el presidente soy yo; los únicos incompetentes que tolero son los míos.
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