Con la firme intención de reforzar mi autoestima papá me repetía con frecuencia: “Calla, que tú no sabes nada de nada”.
El tratamiento templó mi carácter y me preparó para el rechazo y la crítica. Las muestras de aceptación y cariño son las que me descolocan y me intimidan. Papá templó mi carácter, pero el proceso me dejó algunas secuelas que no he podido superar, por ejemplo; vivo en eterna contradicción y me resulta bastante difícil tratar conmigo misma. Cuando comienzo a escribir nunca sé a dónde voy, pienso decir algo y acabo diciendo otra cosa porque la pluma como la vida, hace conmigo lo que le da la gana. No tengo costumbre de ser querida, y cualquier reconocimiento a mi labor de escribana me hace sentir impostora.
Ante la incapacidad de procesar los abrazos, las muestras de afecto y amistad que recibí durante mi visita a Torreón y a Durango; mi hermoso cuerpo reaccionó con una perrísima bronquitis que todavía me tiene postrada. Ahora entre estornudos y remedios, intento rescatar esos días de vino y rosas, para acomodarlos en mi almario (lugar donde se guardan las cosas del alma) y enjugar con ellos cualquier tarde en que la lluvia amenace con anegar mi corazón.
Dicen que no es bien nacido el que no es agradecido. Como yo soy bien nacida; aprovecho cualquier tregua que me da esta tos contumaz para recordar y agradecer la avasalladora eficiencia de SuperYeyé quien es capaz de responder el teléfono celular y pintarse los labios mientras conduce su Yeyenave a 200 kilométros por hora.
Lo dicho, las mujeres somos admirables. Vaya también mi agradecimiento al afortunado maridaje que hicieron entre sus propios conceptos gastronómicos y el libro que presentábamos al alimón; los guapísimos Chefs Carlos Fink en Torreón y Ramón Dávila en Durango. A mis generosos anfitriones y al caballero de finísima estampa que dirige El Siglo de Durango. Un guiño especial para la mamá de Marilú Tomé que me lee y se divierte con mis garabatos; y a todas las amigas que hicieron las delicias de este viaje para el que me preparé con tanto esmero.
Nomás les cuento que empaqué mis suntuosas sandalias de pedrería: -Si me encuentro con quien yo sé, le enseño un pie- me dije en secreto. Lo encontré, pero no pude enseñarle nada porque el impetuoso torrente que fluía por mi nariz, requería de toda mi atención.
Así es la vida, nada sucede como uno espera. Y ahora al tema que me preocupa que es la insistencia con que en el recién celebrado Día de la Mujer, un nutrido coro de voces exigió igualdad.
¿Qué acaso la misma naturaleza no ha dejado bien claro que no somos iguales? ¡Por favor mujeres, no nos vayamos con la finta! No somos iguales, somos mejores. Hemos sido tocadas por la gracia que nos permite desplazarnos fácilmente entre la intuición y la lógica. Somos creativas, sensibles y con varios canales abiertos para percibir la vida. Enfrentamos impensables cargas de trabajo dentro y fuera de casa; que ningún hombre aceptaría. Procuramos mantenernos siempre arregladas y bonitas para embellecer el mundo. Los hombres en cambio, trabajan con la precisión del que se entrega a una sola cosa porque cuenta con el apoyo de una o varias mujeres (esposa, secretaria y vaya usted a saber qué más) que se encargan de la infraestructura de su vida.
Es cierto que toman grandes decisiones, mueven el dinero del mundo y hacen la guerra; pero ignoran que la vida se sostiene con la sopa caliente de todos los días. Construyen puentes y carreteras, pero son incapaces de encontrar la mantequilla en el refrigerador. Con la edad pierden la cintura, el pelo y la galanura, pero aspiran a mujeres jóvenes y lindas aunque no sepan ni para qué las quieren.
Somos bondadosas o malvadas, cobardes o valientes, turbulentas o tímidas, pero siempre singulares y ¡por favor! nunca nunca nunca iguales a los hombres.
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