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El reinicio de la historia

Salvador Kalifa

El Dr. Francis Fukuyama, profesor de la Universidad Johns Hopkins y antes ideólogo destacado del grupo formado en Estados Unidos alrededor de la presidencia de Ronald Reagan, publicó en 1992 su libro “El fin de la historia y el último hombre”.

Su argumento, planteado en medio de la euforia por el término de la guerra fría y la caída del Muro de Berlín en 1989, es que estos acontecimientos concluían no sólo una etapa histórica, sino que ponían fin a la historia misma, concebida como el proceso evolutivo ideológico de la humanidad, que culminaba con la universalización de la democracia liberal occidental como forma definitiva del gobierno humano.

Según este autor, el ideal de la democracia liberal ya no podría ser mejorado y los principios económicos liberales, correspondientes al mercado libre, habían logrado diseminarse y tenido éxito al generar, finalmente, niveles insospechados de prosperidad material, tanto en los países desarrollados como en los del entonces llamado Tercer Mundo.

El ciudadano típico de esta democracia liberal se convierte así en el último hombre, que no tendría ningún deseo de ser reconocido como superior a sus congéneres. Contento con su felicidad e incapaz de avergonzarse por no tener la capacidad de sentir esos deseos, el último hombre dejaría de ser humano.

El recuerdo de las tesis de Fukuyama es oportuno ahora porque, a casi dos décadas de ser planteadas, el mundo está lejos del fin de la historia. La democracia liberal es desafiada en varios países, desde Rusia hasta la Argentina, y el hombre sigue siendo muy humano. No ha renunciado al deseo de reconocimiento ni está feliz, sino más bien agobiado por la crisis económica más severa desde la Gran Depresión de 1929.

Podemos preguntarnos, entonces, si estamos hoy frente a la antítesis del fin de la historia, es decir, el reinicio de la historia. La crisis actual está propiciando que resuciten las viejas ideas del Estado intervencionista que, según sus partidarios, corregiría las fallas del mercado.

De acuerdo a esa interpretación, estas fallas causaron la presente crisis y sólo pueden superarse con más intervención del Estado (el ogro filantrópico en la visión certera de Octavio Paz).

Mediante ese diagnóstico simplista, la crisis actual se atribuye a causas generales como la confianza exagerada en las fuerzas del mercado, o la voracidad de un puñado de especuladores en Wall Street.

Sin embargo, con la información disponible hasta ahora, cabe destacar varios factores complejos que coincidieron para detonar y agravar la crisis actual.

Entre esos factores están: una política monetaria durante 2003 y 2004 que, en retrospectiva, resultó extremadamente laxa, propició un endeudamiento excesivo del consumidor estadounidense y redujo anormalmente la aversión al riesgo; la falta de acuerdo sobre la necesidad y conveniencia de que la política monetaria se conduzca considerando también la inflación en los precios de los activos financieros y reales; las rigideces institucionales en la oferta de varios sectores clave como los energéticos y los alimentos; y la falta de supervisión adecuada de los gobiernos en todos los países, rebasados por el uso de instrumentos sofisticados, productos de la innovación financiera.

Contribuyeron también la falla grave de las agencias calificadoras de crédito que no advirtieron oportunamente de los riesgos asumidos por varias instituciones financieras, así como la existencia de un riesgo moral en varias empresas e instituciones de diversos países que tomaron decisiones imprudentes confiando en que si perdían, los gobiernos respectivos entrarían al rescate, lo que efectivamente sucedió.

Ninguno de estos factores es un argumento sólido para hablar del fracaso de la economía de mercado y la necesidad de que el sector público tome un papel protagónico en la actividad económica, como quisieran los defensores del intervencionismo estatal.

Lo que queda claro es que el Estado tendría que asumir mayor responsabilidad en la supervisión del sistema financiero pero en forma eficiente. Esta, seguramente sin el convencimiento total de algunos dirigentes que acudieron a la cumbre del Grupo de los 20 en Washington a mediados del mes pasado, fue una de las ideas claves en esa reunión.

Allí se reconoció que las tareas futuras para apoyar la economía y estabilizar los mercados financieros estarían “guiadas por la creencia compartida en los principios de mercado, la apertura del comercio y de los regímenes de inversión, y que los mercados financieros regulados de manera efectiva fomentan el dinamismo, la innovación y la capacidad empresarial, que son esenciales para el crecimiento económico, el empleo y la reducción de la pobreza.”

Espero que en muchos países prevalezca este enfoque, como lo hizo también después de la crisis del 29, y no se cometa el error de atender las voces intervencionistas. En México, sin embargo, nuestros legisladores proponen mecanismos para aumentar la interferencia estatal, destacando la idea nefasta de poner tope a las tasas de interés.

La crisis económica actual no es la primera ni será la última. Una evaluación adecuada de sus causas y consecuencias ayudará a corregir los errores y reactivar el dinamismo económico, pero no hay tal cosa como el triunfo definitivo de la democracia liberal ni tampoco que una mayor intervención estatal impedirá nuevas crisis.

Sin negar sus problemas, lo cierto es que la economía de mercado es el único sistema que generó una prosperidad evidente en muchos países desde mediados del siglo pasado. Es la única que puede seguir haciéndolo en el futuro. Conviene, pues, no albergar falsas esperanzas con otras opciones.

Les deseo a mis lectores una Feliz Navidad y un próspero (a pesar de la crisis) 2009. Regreso a este espacio el miércoles 7 de enero.

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