Esta semana se cumplirán noventa años de uno de los magnicidios más sonados, con más repercusiones y más rodeado de misterio y cubierto de leyendas del siglo XX. El 17 de julio de 1918 el ex zar de Todas las Rusias Nicolás II Romanov, su familia, cuatro de sus empleados y su perro (nunca hay que olvidar el sacrificio de los más inocentes) fueron ejecutados en el pueblo de Yekaterimburgo. Pero ese fue apenas uno de los múltiples acontecimientos, y ni siquiera el culminante, de una larga cadena de errores, equivocaciones, venganzas, perfidias, leyendas urbanas y estupideces que rodearon la desaparición de la monarquía rusa.
Todo empezó, como dirían los clásicos, cuando Nicolás II dejó de ser zar. Ello ocurrió a principios de marzo de 1917, a consecuencia de la multitudinaria rebelión del pueblo de Petrogrado, la capital rusa. Las masas estaban enfurecidas por vivir en una ciudad con nombre tan horrible, la escasez de comestibles y lo mal que le iba a Rusia en la Primera Guerra Mundial. Ni el Ejército ni nadie hicieron mucho por ayudar al inepto Nicolás. Éste decidió abdicar, según él para salvar a la patria. Su sentido del honor le impidió huir al extranjero, como algunos de sus parientes tuvieron el buen juicio de hacer.
El Gobierno Provisional que se formó tras su abdicación lo tomó prisionero junto con su esposa Alejandra, sus cuatro hijas rabiosamente bellas y su hijo Alexei, el príncipe heredero de 13 años que no había pasado un día sano en su corta vida. En teoría lo retenían para juzgarlo en un futuro por traición a su pueblo, contubernio con los enemigos de Rusia, su pésima conducción de la guerra y mal aliento matutino matador. Algo así. El caso es que el mentado juicio nunca se llevó a cabo, dado que el Gobierno Provisional, encabezado por Alexander Kerensky, tenía las manos llenas evitando asonadas militares, intentando manejar un Estado en descomposición y tratando de mantener peleando a un ejército más renuente que adolescente en vacaciones. Tras poco más de seis meses de agitada existencia, el Gobierno Provisional fue derrocado en una noche mediante un audaz golpe de mano llevado a cabo por el grupo político más organizado y con mejores mandos: los bolcheviques. Lenin sacó a patadas a Kerensky a principios de noviembre del mismo 1917, y junto con el Gobierno heredó a la familia real prisionera.
Los bolcheviques se enfrentaron a problemas semejantes a los de sus antecesores; además, no tenían la menor gana de seguir ningún tipo de proceso legal, dado que a los comunistas les da urticaria eso de que sus enemigos (reales o supuestos) se puedan defender, presentar testigos o apelar a las leyes. Para no tener tantos frentes abiertos, Lenin hizo la paz con Alemania. Pero las condiciones fueron tan leoninas que muchos rusos se indignaron: ¿quién era el calvo mongol ése para andar regalando miles de kilómetros de la sagrada tierra de la Madre Rusia? Para la primavera de 1918 los bolcheviques ya estaban peleando en contra de múltiples enemigos: anticomunistas, socialistas desafectos, polacos que buscaban la independencia, la Legión Checoslovaca, simples oportunistas, militares vivales y grupos que apoyaban la restauración de la monarquía. Tan disímiles ejércitos pasaron a llamarse en conjunto los Blancos… que combatían a los Rojos. Es lo que llamamos la Guerra Civil Rusa (1918-20).
Mientras peleaban por la supervivencia del régimen revolucionario de Lenin, los bolcheviques anduvieron moviendo a la familia real de la Ceca a la Meca, tratando de evitar un intento de rescate, y porque no sabían qué hacer con los Romanov. Y así fueron a dar a un pueblo a las orillas de los Montes Urales llamado Yekaterimburgo (que en épocas soviéticas fue rebautizado como Sverdlovsk). Ahí fueron instalados en la expropiada casa del hombre más rico del lugar llamado Ipatiev. En ese lugar pasaron un tiempo aburriéndose como ostras y aguardando qué destino les deparaban los bolcheviques. Bruto como era, Nicolás no perdía las esperanzas de que a fin de cuentas se les tratara con decencia, y trataba de mantener en alto la moral de la familia y quienes los acompañaban: mucamas, cocinero, médico y un marinero encargado de mover a Alexei para todos lados, en vista de que el reciente trajinar lo había puesto como jerga de cocina económica.
A mediados de julio de 1918 los bolcheviques de los Urales se enfrentaron a la triste realidad de que los Blancos se hallaban a unas cuantas jornadas de Yekaterimburgo. El rescate de Nicolás y los suyos era factible. Así sé que se tomó la decisión de eliminarlo junto con toda su familia. Quien la tomó sigue siendo debatido. Si hubo o no órdenes directas desde Moscú, o fue iniciativa local, no ha quedado nunca claro. El caso es que el jefe de la guarnición, un tal Urovsky, reunió a un grupo de hombres para ejecutar la pena capital.
Nicolás, su familia y dependientes, fueron despertados en medio de la noche y conducidos al sótano de la casa Ipatiev. Se les alineó como para foto, y entonces aparecieron los asesinos con pistolas y ametralladoras. Los verdugos alucinaron al ver que las balas les rebotaban a las princesas reales: éstas habían cosido diamantes a sus vestidos, por aquello de que hubiera que salir corriendo con algo de riqueza. Para acabar con tan delirante situación, procedieron a bayonetearlas y pegarles el tiro de gracia. Luego cargaron los cadáveres en un par de camiones para realizar una jornada de lo más surrealista.
Los verdugos no sabían qué hacer con los cuerpos, y los anduvieron bajando y subiendo en despoblado durante toda la noche. Finalmente los bañaron en ácido, los quemaron y escondieron. Juraron no revelar nada, y el sitio del último descanso de los Romanov quedó rodeado por el misterio. Luego siguieron 70 años de dominio bolchevique.
Pero con el Glastnost de Gorbachev, los historiadores rusos dijeron “¡Palas para qué os quiero!” y procedieron a buscar el lugar. En 1991 hallaron nueve cadáveres cuyo ADN probó ser el correcto. Pero faltaban los cuerpos de Alexei y una de las princesas. Ello no hizo sino darle vuelo a las leyendas urbanas que habían circulado durante décadas, en el sentido de que Anastasia había logrado escapar a la masacre; así como a otras, menos difundidas, de que lo mismo había conseguido el debilucho Alexei. Por años y años, diversas mujeres habían proclamado ser Anastasia, y había un fulano en Vancouver que juraba ser Alexei. La ausencia de los cuerpos sólo sirvió para acrecentar el misterio.
Pero nunca hay que dejar de buscar en los cuartos de tiliches. Gracias a un documento recientemente encontrado en un archivo perdido, en noviembre de 2007 un grupo de investigadores descubrió, a unas docenas de metros de la tumba original, los restos de Alexei y Anastasia (o quizá sea María). Los exámenes de ADN han comprobado que son, en efecto, los últimos dos cadáveres que faltaban de la desdichada familia Romanov. De esa forma queda resuelto el misterio. Eso sí, las especulaciones y la tenebra fueron buenas mientras duraron. Ahora el frágil Alexei y la funestamente hermosa Anastasia (o quizá sea María, que también estaba muy bien hechecita) reposarán junto a su salada familia en San Petesburgo. Ya era hora.
Consejo no pedido para que lo rescaten a tiempo: vea “El asesino del Zar” (Tsareubiytsa, 1993). La mirada de loco de Malcolm MacDowell hace creíble cualquier cosa. Provecho.
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